La esperanza de un refugio

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Tal y como se concibe la Divinidad: una mezcla de sabores, criminales y dulces, pero resaltados con inteligencia emocional y artística. De este modo he sentido la más reciente obra de Francis Ford Coppola: Megalópolis (2024).

César Catilina, arquitecto y diseñador a gran escala, pretende transformar la ciudad y con ello las mentalidades. Acosado por sus enemigos políticos (su ambicioso primo Clodio y el alcalde Cicerón), llevará adelante la campaña de corte futurista que tiene como propósito crear “una ciudad que la gente pueda soñar”. Para tal fin se apoya en su descubrimiento personal: megalón, una sustancia mutable, nanotecnológica, el secreto regenerador del ADN y transformador de la materia en general.

Aparece así la Utopía como concepto y anhelo, ahora viable y científico, mediante la enseñanza interactiva con Inteligencia Artificial y el dominio del Tiempo; sentimientos como el amor a manera de combustible, junto a la imprescindible locura para realizar el cambio social. Dichas prácticas transcurren en paralelo y contraposición a la lógica terrenal de la tradición y buenas costumbres, defendida por sus oponentes.

Aunque el filme recuerda la conjetura de Philip K. Dick de que el Imperio romano no desapareció, sino que cambió de nombre durante siglos, es el propio César Catilina quien, a favor de un futuro más amable, arremete contra un costumbrismo reiterativo, nada inspirador, conducente a la insatisfacción. A su adversario Cicerón, que propone inaugurar un nuevo casino de lujo, le reprocha: “¿No hay tiempo para hablar del futuro de la gente? Sin embargo, siempre hay tiempo para convencerlos de usar el dinero que no tienen, para comprar cosas que no necesitan, e imitar a las personas que no les gustan. Lo que te convierte en el jefe de los barrios marginales, y el alcalde de la ciudad en medio de la nada”.

La pugna política alcanzará una temperatura que podría derretir hasta la reputación de las vírgenes vestales, que forman parte de un negocio de apuestas convertido en espectáculo.

La superproducción dio amplio campo a la imaginación de los artistas digitales. En la belleza de los escenarios y los planos se combina, con notable imaginación y sentido de lo maravilloso, un futuro donde confluyen esbozos pictóricos de la Edad Media y el Renacimiento, la atmósfera tenebrista de ciudad Gótica y Blade Runner, salpicada por momentos con el sueño urbano del greenpunk.

Tienes que estar medio ebrio de Historia de Roma, estoicismo, manierismo, surrealismo, especulación de CF y diversas utopías medievales y clásicas para disfrutar los referentes; pero si no lo estás, puedes disfrutar los clásicos juegos de poder, y el noble deseo de alcanzar un Estado de Bienestar mediante la Tecnología, entrelazados mediante una historia de amor con visos de espionaje y la buena esperanza del nacimiento de un bebé, que representa el futuro de Megápolis, la ciudad-escuela donde “veo a todos en sus barrios, creando juntos, aprendiendo juntos, perfeccionando cuerpo y mente. Y están celebrando. Han creado un refugio”.

Pero no nos engañemos. Hay tensión y asesinato y escenas espeluznantes (como, digamos, la amenaza de genocidio químico representada por un satélite soviético). Si has visto El Padrino, debes saber que Coppola no hace concesiones a la sensiblería ramplona, aunque al César Catilina, el héroe-inventor-enamorado-transformador del mundo, no le queda otra salvación que apostar por la Vida para sobrevivir a su complejidad de genio atormentado.

La película también es una oda dedicada a aquellas grandes personalidades de la historia romana que debieron vivir, resucitadas en la utopía y nostalgia de Coppola: César, Cicerón, Craso, Julia. Tampoco esconde el panegírico a la grandeza de América, a su futuro, a nuestras esperanzas como Civilización. Ojalá sea una obra profética.

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Ernesto Peña

Narrador y crítico. Premio Alejo Carpentier de Novela.

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