Fantasmas de monte adentro en la cacería de mariposas de luz

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Los griegos de la antigüedad estaban convencidos, y así lo proclamaban, de que los artistas estaban tocados por la gracia de los dioses del Olimpo. Esa es la razón de la existencia de las nueve musas del Parnaso, inspiradoras de las artes y las ciencias, compañeras de las Gracias y de Apolo, sentadas junto al trono de Zeus.

En consonancia con ello, Lidia Caridad Hernández Oria (La Habana, 1959) irradia una gracia especial, tocada por el don de la creación por medio de la palabra, virtud que ha convertido con el decurso de los años, en arduo oficio por domeñar la lengua cervantina para ofrecernos el producto de su creación literaria. Merecedora de importantes premios literarios, cultiva con delectación la poesía y la narrativa. El libro que me honra reseñar responde al sugerente título de Fantasmas de monte adentro, bajo el sello de Ediciones Mecenas (2016), del Centro Provincial del Libro y la Literatura de Cienfuegos, Cuba, y que mereciera el Premio Literario Fundación de Fernandina de Jagua en el año 2014, en la categoría de literatura infanto-juvenil, cuyo veredicto estuvo a cargo de un prestigioso jurado integrado por Omar Felipe Mauri, Edgardo Rodríguez Fonseca y Ernesto Pérez Castillo.

Contempla Fantasmas… 21 cuentos breves, y como el título alude, en cada uno de ellos merodea la presencia de algún espectro, convertido en personaje-luz, personaje-sombra, de percepción sonora o de visibilidad patente, cuya actuación en un momento culmen del relato, direcciona el conflicto hacia un punto que a veces toma al lector por sorpresa. La mayoría de ellos son, si es dable el calificativo, “fantasmas buenos”, que ora advierten de un peligro (El ahorcado avisón), ora ejecutan sobrenaturales prodigios y salvan vidas en peligro (La lección del descreído), o ayudan a llenar en unos segundos numerosos sacos de carbón (El legado), o proveen a un pobre pescador de cientos de cangrejos (La fe del cangrejero). Los hay hacedores de bromas macabras, como es el hecho de dejar sin un diente a un pobre gordo (Nueva diablura de Travieso); o agresivos y pendencieros (Contento guajiro), por solo citar algunos ejemplos.

El contexto en que se mueven esas criaturas de ficción llamadas “personajes”, pertenece a una realidad social ya superada por los cambios económicos y socio-políticos producidos en Cuba a partir de 1959; de manera que estamos en presencia de relatos de época. Asombra el dominio que muestra la autora de dichos contextos, calificados, exprofeso, “de monte adentro”, siendo ella una habanera nata. Quien prosa estas líneas es alguien que nació y se formó en una pequeña ciudad (Cumanayagua), al pie del macizo montañoso del Guamuhaya o Escambray cienfueguero, y me parece que nadie mejor dotado que yo, para dar fe de la autenticidad de dichas historias, las cuales poseen la virtud de recrear esencias de la llamada “Cuba de ayer”, donde se muestra un ambiente pueblerino o campesino signado por la inminente necesidad de supervivencia; la ciega creencia en los aparecidos, con evidentes elementos probatorios, cual un proceso de sugestión colectiva; la afanosa búsqueda de tesoros escondidos o botijas llenas de joyas y billetes enterrados por sus dueños; la presencia de personajes representativos de la opresión y la injusticia: la guardia rural, el capataz del central azucarero o el mayoral de la finca. Por lo general, estos últimos se pintan pálidos y difusos, al lado de la luz espiritual que emana de los humildes y desposeídos. Todo cuanto queda dicho en lo referente al delineado de los personajes, no debe conducir a imaginar que estamos en presencia de un libro deliberadamente abierto a la denuncia social, pues la crítica a tal estado de cosas se toca solo sutil y tangencialmente, de manera sugerida.

Los cuentos que ampara este interesante libro resultan amenos en su lectura. Los conflictos que desarrollan son sencillos, pero a la vez profundos, y cada uno de ellos deja en lo más recóndito del espíritu una benéfica huella gustosa.

Todas las historias están contadas en primera persona, en que el narrador, más que testigo, representa un papel protagónico. No es una voz culta, tampoco vulgar ni desnaturalizada: en un lenguaje y unas actitudes narrativas de aliento popular, estos cuentos se deslizan con fluidez, verosimilitud y elegancia, a pesar de complotar una realidad patente con la magia de los aparecidos. Por eso se afirma: “El fantasma del fogonero dejó claro que las ánimas son como los vivos…” (El fogonero y el maestro). En muchos de los cuentos, el narrador, de edad ya madura o habiendo rozado los límites de la vejez, cuenta las historias a un narratario impreciso, mediante una muda temporal que lo sitúa en su infancia, adolescencia, o juventud, mas, siempre se narran vivencias desde el presente, con verbos en pretérito. Ello contribuye a ofrecernos un sorprendente lienzo envuelto entre las brumas del difumino, no exento de una carga de nostalgias.

Son cuentos breves, con la presencia de pocos personajes, pero que en su diversidad, de una historia a otra, van ofreciendo pinceladas pintorescas de la más variada gama de caracteres: buscavidas, cirqueros, carboneros, fogoneros, criaturas misteriosas de dudoso o desconocido origen que a veces practican la hechicería como herencia de las religiones sincréticas; y desde luego, están los fantasmas, cada cual proveniente de manera directa del ambiente y la situación en la cual la historia se desarrolla: “El difunto, con su traje chamuscado, y su cara llena de hollín, se corporizó allí mismito y dirigiéndose a su hijo gritó: —¡Gracias, gracias por devolverme el cine!”. (El fantasma de Gabriel). Historias de las que brotan humus, olores de ingenios, aromas de flores silvestres, esencia de árboles talados, paladar de café, piel de bellas y hacendosas guajiritas… Todo un mundo de recreación y evocación.

Estas narraciones por lo general abren sus alas a la voracidad de las pupilas con un breve párrafo definidor o conceptual acerca del asunto que van a tratar; para cerrar, muchas veces, con un toque de golpe lírico, en que la autora hacer alardes de sus dotes creativas en cuanto al manejo comunicativo de las imágenes literarias. El estilo es nada ampuloso, más bien sucinto en el uso de la sintaxis y la estructura compositiva, donde predominan los enlaces yuxtapuestos y coordinados por encima de la subordinación; el manejo de párrafos breves y el diálogo preciso carente de perífrasis o digresiones, no es óbice para que asome su florida cabeza la metáfora, el símil, la imagen sugestiva, todo de manera muy atinada y en función del progreso y la intelección del cuentero: “Su cuerpo era el mapa de sus hazañas.” (Donde hay hombres…); “…extraviar la razón con el revoloteo de sus alas.” (El valle enano); “…los amarillos se quedaron con las ganas de la colgadera…”, donde, mediante una metonimia, alude a la guardia rural, cuyo uniforme era de ese color. (El ahorcado avisón.)

La autora hace uso de un vocabulario ecléctico, variado, en que superviven palabras de resonancia popular, campesina, de tierra adentro (cuido, turulato, temblequera, acotejo, apachurra, guatacas —referidas a las orejas), en armónica vecindad con vocablos de raigambre culta (arrobado, contubernio, prolífero). Ello pudiera verse como un nudo gordiano lingüístico-comunicativo, toda vez que el lector preconcebido (niño, adolescente, joven) se supone no cuente con un arsenal amplio de vocabulario de uso pasivo: pero ello es una incitación al manejo del contexto y en última instancia, a la consulta del diccionario y a la toma de conciencia de los diferentes planos de nuestro rico español insular.

Tienen estos cuentos una gracia y un garbo que enamoran no solo a los niños y a los jóvenes, sino a todo el que gusta de la buena y auténtica literatura. Trata al lector como un ser inteligente, sin el menor asomo de infantilismo estéril o pedante ñoñería. Sin caer en el craso error de un didactismo a ultranza, dejan, sin embargo, una benéfica huella educativa: en primer lugar, el apego a nuestros campos, al contacto con la prima naturaleza. Aquí, allá y acullá va regando el narrador semillas de amor y bondad, necesidad del cuido de la madre tierra, sobre todo en esta época galopante a que nos han llevado, a empellones, los intereses creados con sus desmanes hacia acezantes y galopantes cambios climáticos; devoción por las tradiciones, el regusto por las leyendas y la cuentería campesinas; el fervor por los guateques y las canturías, presentes en algunas de las narraciones; y sobre todo, la conciencia de que el presente tendrá un futuro más prometedor en la medida en que se conserve lo mejor de las tradiciones del pasado y se reniegue de todas aquellas prácticas e iniquidades sociales inherentes a ese pasado.

Influencias hay, desde luego, desde Dora Alonso, Nersy Felipe, Nelson Simón y algún que otro etcétera dentro de la literatura nacional y universal; pero ante todo, pese a ser Fantasmas… un libro concebido para los grupos etarios ya referidos, las esencias estilísticas nos traen ecos de Juan Rulfo, en esa imbricación mágica expresada con economía de recursos, en el choque de una realidad y un ambiente en que superviven de manera natural lo maravilloso y lo descarnado.

Fantasmas… tiene valores añadidos: su diseño e ilustración resultan muy atractivos; es una invitación a colorear, a rellenar con mágicos colores cada una de sus bien concebidas ilustraciones. Mas, como para remarcar que ninguna obra humana es perfecta, es una lástima que en el libro de marras aparezcan descuidos en el manejo de la puntuación (sobre todo en los diálogos), espacios indebidos y algún que otro gazapo ortográfico que, sin embargo, no impiden la intelección de la totalidad de las historias.

Disfrutar de la lectura de este libro constituye un paso acertado en la cacería de mariposas de luz a las que obligatoriamente habremos de volver hasta hacerlo imprescindible e inolvidable.

 

*Orlando Víctor Pérez Cabrera (Cumanayagua, 1950). Poeta, narrador e investigador, con varios libros publicados. Licenciado en Lengua Española e Inglesa. Máster en Educación. Editor de la Revista Calle B.

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5 de Septiembre

El periódico de Cienfuegos. Fundado en 1980 y en la red desde Junio de 1998.

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