El príncipe de Persia: otra marioneta tontitecnologizada de la factoría Bruckheimer
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Como sabemos, atravesamos una era de precuelas, secuelas y postsecuelas mantenedoras en permanente Síndrome de Estocolmo al receptor mundial, gustoso cautivo condicionado por la obnubilante promoción/distribución de este tipo de productos. La política palomitera de los estudios en Hollywood se decantó del todo a favor del armatoste hiperdigitalizado con empleo sobresaturador del efecto surgido de dicho soporte.
Asidas tales producciones genéricas, extraídas del óvulo del CGI, a ucases inamovibles y a una lógica dramática de escalofriante simpleza que cada vez se acerca menos al planteo dramático del guión para el séptimo arte y canibaliza más los esquemas o las estrategias del videojuego, en el sentido del encadenamiento constante de la acción hacia niveles superiores: centro de gravedad donde cuanto único importa es justo eso, no el continuo narrativo.
Lo anterior, en claro desmedro tanto de los estilemas y mecanismos internos naturales a los géneros, como del ritmo secuencial, el discurrir de la diégesis y, en el caso del de aventuras, el sentido de las gradaciones en la peripecia del héroe; o sea, su universo de representación, su alfabeto de discurso. Carcasa y almendra. La intención real de contar una historia. Esas son las que no abundan hoy día, ni material de base original, ni la tradicional traslación cinematográfica de (nuevas) obras literarias.
Así, ven la luz hipogrifos hijos del actual delirio de lo difuso, la aparatosidad caótica y el exhibicionismo -combinados con el reexprimido de lo exprimido, la anemia discursiva, la disipación de la energía del relato y la ausencia en el desarrollo de personajes: robóticos y desprovistos de mínima aura de vulnerabilidad. De tal modo, la industria hegemónica partea criaturillas con las malformaciones de la aventura basada en el videojuego homónimo El príncipe de Persia (Mike Newell, 2010). El omnipotente productor Jerry Bruckheimer, goloso ante los pingües dividendos aportados por la franquicia Piratas del Caribe ‒2 mil 700 millones de ganancias hasta el momento de salida de este filme, ahí ahí con los 3 mil de la trilogía El señor de los anillos‒ de la cual lo que mejor recuerdo es a su irónico, cínico y lúdrico pirata Jack Sparrow de Johnny Deep, retorna a uno de los diversos afluentes del género madre, de nuevo al servicio del sello Disney.
Del max mix tontitecnologizado de El ladrón de Bagdad con Aladino y El rey Escorpión en clave info de destino Comic-Con, variante relajante endorfínica ligera, de inicio no cabía esperarse mucho. Y en efecto los resultados en pantalla de la arabian fantasy espantaron a varios críticos que consideraron que “eso tan intangible como es el espíritu de la aventura se diluye bajo toneladas de oropel digital y un encadenado de situaciones que traducen a pompa blockbuster la delgada lógica narrativa de un videojuego de primera generación”. (Jordi Costa, El País, mayo de 2010). El príncipe de Persia quedó trastocado en la marioneta de Bruckheimer.
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