Cuando la sangre iluminó la tierra

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Por: Enrique Ojito de Escambray

Al fondo, las siluetas brumosas de los Andes bolivianos; aferrado a su cuesta, el caserío de La Higuera, envuelto en el polvo del terraplén, arremolinado por el viento, llegado de la montaña y que sopla como nunca antes. En la escuelita, de barro y paja, también jamás se vio tanto ajetreo, como este lunes 9 de octubre de 1967.

En las afueras del colegio, flota el hedor nauseabundo a ron, a miseria humana. Con la carabina M2 en sus manos, el sargento Mario Terán Salazar irrumpe en el aula donde permanece Ernesto Guevara (Ramón, para el enemigo); en la contigua, dos de sus guerrilleros: el boliviano Simeón Cuba (Willy)  y el peruano Juan Pablo Chang-Navarro (el Chino), herido. Al suboficial, que había aceptado ejecutar al Che, le tiembla el cuerpo; le faltan cojones para levantar el arma, que apunta al piso de tierra. Hasta ahora.

—Denle más ron, gritan a su espalda.

Delante, sigue el Che, con la melena revuelta, la chamarra azul y los ojos imperturbables. Y ello atemoriza a sus captores. Había sido apresado en la tarde anterior, luego de un combate en la quebrada del Yuro; para ese entonces, herido en una pierna, portaba su M1 —inutilizado por un disparo—, una pistola sin balas en el cargador y el morral, con olor a cachimba de tabaco.

Delante, sigue quien arriba, junto al resto de los 16 integrantes de su tropa, al filo de las cinco y treinta de la madrugada de ese domingo a la unión de las quebradas del Yuro y San Antonio. Poco antes, Pedro Peña, un espía con vista de búho, al detectarlos, sale rumbo a La Higuera con el trasero en el alma, como diría el poeta.

Atrás queda el grupo de combatientes, que hace 11 meses había iniciado aquella épica, clave dentro del proyecto político guevariano de lucha de liberación en América Latina. Atrás, la hueste de cubanos, bolivianos y peruanos, fatigada y sedienta, que se hunde entre los farallones de la quebrada del Yuro, de arbustos pequeños y semidesnudos; pero en cuya garganta hay agua que, a la postre, se torna maldita para la tropa.

Prevenidas por el delator, las fuerzas del ejército parten hacia el Yuro. Como sabueso viejo en la liza combativa, el Che envía exploraciones: se reduce el cerco en torno a ellos. En la quebrada, se saben en una ratonera sin otra elección, al volverse en extremo embarazosa la salida; a pesar de eso, organizan “una estrategia digna de ser estudiada, aun cuando no lograran evadir al enemigo y los resultados no fueran los esperados”, reflexionó la investigadora María del Carmen Ariet García.

En ocasiones, el nerviosismo se vuelve plomo en las botas enemigas; así lo sienten los soldados bolivianos adiestrados con asesoría estadounidense. En su lento avance sobre el terreno agreste, lanzan los ojos contra el monte virgen, las enormes piedras, en busca de algún indicio del adversario. Pasada la una de la tarde del 8 de octubre…

—¡Sapos! ¡Allí están los sapos!, grita un ranger, mientras dispara alocadamente su carabina.

El tiroteo se generaliza. El capitán Gary Prado ordena disparar contra el fondo de la quebrada. Estallan granadas; sobrevuelan aviones, empachados por tanta bomba de napalm en su barrigas; mas, no entran en acción por la cercanía entre las fuerzas contendientes. Muertos y heridos de ambas partes.

—¡Aquí hay dos! ¡Aquí hay dos!, vocifera un soldado.

Son el Che y Willy, que habían escalado una faralla del cañadón. Y en instantes, el suboficial Bernardino Huanca le encaja un culatazo en el pecho del jefe guerrillero con la rabia de siglos acumulada en sus brazos y muñecas.

—¡Carajo, este es el Comandante Guevara y lo van a respetar!, tronó la voz de Willy.

A las dos y cincuenta de la tarde, Gary Prado notifica por radio a Vallegrande: “(…) Información confirmada por tropas asegura caída de Ramón”. Cuarenta minutos después, remite un nuevo mensaje: “(…) Caída de Ramón confirmada espero órdenes qué debe hacerse. Está herido”.

Otro relámpago sacude al Che al ver los cadáveres de Orlando Pantoja (Antonio) y René Martínez (Arturo); el estremecimiento no es menos cuando intenta socorrer a Alberto Fernández (Pacho), herido de gravedad, y le niegan prestarle auxilio médico.

Siete kilómetros median hasta La Higuera. Parecen mil, fundamentalmente para los prisioneros, cuya marcha la encabeza el Che; le siguen Willy —también con las manos amarradas—, Pacho, con la ayuda de soldados, y los muertos, por último.

A su encuentro van, entre otros, el mayor Miguel Ayoroa y el comandante del regimiento de ingenieros de Vallegrande, coronel Andrés Sélich, quien desata una lluvia de injurias contra el Che. El guerrillero ni siquiera parpadea.

Ya la noche ha posado todas sus sombras sobre el caserío, cuando entra la larga fila. Por las hendijas de paredes y ventanas de las chozas, se escurren la luz de velas y los ojos asustadizos de los lugareños, que ven cómo los militares llevan al Che a la escuelita.

En Vallegrande corre de boca en boca la noticia del apresamiento del jefe guerrillero. En tanto, en La Paz las informaciones adquieren carácter más restringido, apuntan los historiadores Adys Cupull y Froilán González, quienes refieren que, a las seis de la tarde, se reúnen en la capital el presidente René Barrientos y los también generales Alfredo Ovando y Juan José Torres. Evalúan cada comunicación transmitida desde La Higuera y Vallegrande acerca de los hechos. La indecisión los invade.

Barrientos da un puñetazo en el escritorio de dura caoba y sale más apurado que rengo en tiroteo, como diría un campesino vallegrandino. El destino no podía ser otro: la residencia del embajador estadounidense Douglas Henderson, desde donde intercambian mensajes con Washington D. C.

Al filo de las nueve de la noche, piden instrucciones al presidente desde Vallegrande sobre el destino de los reos; las dudas lo embargan todavía, hasta que alrededor de las once, por medio de Henderson, el general recibe la orden venida de la capital norteamericana: había que eliminar al líder guerrillero.

Varias razones le esgrime el diplomático a Barrientos, aseguran Cupull y González: en la batalla contra el comunismo y la subversión internacional era más importante mostrar al Che completamente vencido y caído en combate, que mantenerlo prisionero, lo cual desencadenaría, de seguro, una campaña a nivel mundial a favor de su libertad. Además, quitarle la vida le asestaría un golpe a la Revolución cubana y, en particular, a Fidel Castro.

Casi justo cuando finaliza la reunión entre el dictador boliviano y el embajador estadounidense en los primeros minutos del 9 de octubre, varios soldados, que destilaban alcohol por los cuatro costados, quieren hacer injusticia por sus propias manos; en ese tiempo, fallece Pacho, sin ser atendido por médico alguno, testimoniaron pobladores.

Ayoroa y Prado organizan la custodia del Che, que sigue con las manos atadas; durante el turno del oficial Eduardo Huerta Lorenzetti, este le espanta el frío gracias a una manta y le pone un cigarro en la boca a Guevara, quien le pide ayuda para escapar.

Como aura hambrienta que busca presa fácil, al amanecer aterriza un helicóptero en un claro del lejano caserío, con el coronel Joaquín Zenteno Anaya y Félix Rodríguez, de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). El comandante de la VIII División habla de modo respetuoso con el Che; en cambio, el agente lo insulta y trata de agredirlo físicamente.

—Traidor, mercenario, le espeta el Che, al saberlo de origen cubano.

Posteriormente, Rodríguez monta el equipamiento necesario para comunicarse con la CIA, y otro destinado a fotografiar, entre otros documentos, el Diario del Che.

Igualmente, en la mañana, Barrientos intercambia en secreto con Alfredo Ovando y Juan José Torres en el Gran Cuartel General Miraflores, y allí los pone al tanto de su contacto con el embajador Henderson. El Che sería asesinado, y si alguno de los generales abría la boca, le costaría la vida, orden también venida desde Estados Unidos. Acto seguido, se reúnen con el resto de los oficiales del alto mando militar, para quienes la determinación de matar al Che procedió de Bolivia.

A media mañana, en La Higuera el agente de la CIA recibe el mensaje cifrado con la orden del asesinato. Junto a Sélich, se encamina adonde el Che; le grita, le hala la barba con odio encendido. El joven Eduardo Huerta intercede y forcejea con Félix Rodríguez, quien va al piso.

—¡Boliviano de mierda, indio salvaje!

Luego, traen, desde donde se originó el combate, al Chino, como cautivo, y el cadáver del boliviano Aniceto Reinaga. Del teatro de operaciones retorna, además, Zenteno Anaya; para el coronel resulta un grave error la decisión de ejecutar al Che.

Alrededor del mediodía, la lugareña Ninfa Arteaga y su hija, la maestra Élida Hidalgo, acuden a la escuela para llevarles sopa de maní a los prisioneros. Al principio, los oficiales les niegan el acceso, luego aceptan. “Nunca podré olvidar cómo el Che me miró”, confesaría Ninfa 16 años más tarde.

No son esos los ojos con que el guerrillero observa en este instante a Mario Terán y su M2. Tiembla la carabina; mucho más, el hombre; que cuando logra subir la cabeza, ve al Che grande, muy grande —relataría después—. Siente como si se le arrojara encima. El Che no aparta sus ojos de los ojos del suboficial boliviano, a quien le sobreviene un vértigo. Terán piensa que con un movimiento rápido, Guevara podía arrebatarle el arma, que sigue temblando en sus manos, que sigue mirando el suelo. Hasta ahora. Apenas han transcurrido unos minutos de la una de la tarde.

—¡Dispara, cojudo, dispara!, le vociferan detrás.

Más ron. En el aula inmediata, las armas siegan la vida de Willy y del Chino. Terán da un paso hacia el umbral de la puerta; cierra los ojos y el M2 ya no mira el piso. Una, dos ráfagas. Y la sangre del guerrillero empieza a iluminar la tierra.

Fuente principal: Asesinato del Che en Bolivia. Revelaciones, de Adys Cupull y Froilán González

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5 de Septiembre

El periódico de Cienfuegos. Fundado en 1980 y en la red desde Junio de 1998.

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