El adolescente y la madrastra (o, Breillat rebaja el alcohol de su cine erótico)
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La exploración cruda de la sexualidad femenina, obsesión de la cineasta y escritora francesa Catherine Breillat, la ha conducido por caminos fílmicos de transgresión y controversia, desde su mismo comienzo en la pantalla, en 1976, mediante Una chica de verdad.
Ese filme, bastante limitado en concreciones artísticas, no lo estrenan hasta el año 2000, bajo la justificación de su atipicidad en el abordaje del despertar sexual en la adolescencia. Y es que sexo explícito no simulado y apelaciones eróticas no convencionales son, justamente, los elementos expuestos por la censura para morderle los talones a esta creadora, en la culta, liberal y primermundista Francia.
Confieso que, salvo en el costado formal, nunca me ha convencido la obra de la veterana realizadora, debido a las contradicciones que subyacen bajo las caprichosas y a veces ininteligibles capas de sentido de su narrativa. Un ejemplo: no existe en la pantalla erótica de los últimos 25 años un filme más fálico que ese ejemplo de mal cine que es Romance X (1999), el cual Breillat intentó vender, y de hecho vendió a muchos, como una parábola de emancipación femenina.
Aunque no se abstuvo en lo adelante de seguir incorporando en sus elencos a celebridades del porno como Rocco Siffredi, luego de dicha película, vetada en varias naciones, la directora rebajó el grado de alcohol de su obra y optó por relatos más mesurados. Con tal línea conecta El último verano (2023), vista en Cuba.
Innecesario y nada aportador remake del largometraje danés Reina de corazones (May el-Toukhy, 2019), el más reciente trabajo de la directora forma parte de lo que es ya casi un subgénero de la pantalla: el romance entre adolescente varón y mujer adulta, donde entre Desobediencia (Aldo Lado, 1981) y Un affaire (Henrik Martin Dahlsbakken, 2018), ha habido de todo. No mucho para el recuerdo.
Argumentalmente, los escenarios para germinar tales alianzas erótico-románticas van desde un verano o una guerra, hasta un ingreso domiciliario o un curso escolar que ambos comparten. Son espacios de interacción que disparan la maquinaria hormonal de los jovenzuelos y despiertan las adormiladas apetencias afectivas de las señoras.
En la nueva película de Breillat opera como catalizador la llegada a la casa de Anne del adolescente Theo, hijo del matrimonio anterior del esposo de ella. En dicho hogar parisino viven esta prestigiosa abogada, su marido Pierre y dos niñas adoptadas. Todo es paz y amor, sin señales mayores que hagan comprensible el proceder de la madrastra, hasta que pasa lo que pasa.
La actitud de Anne me hizo recordar un programa televisivo donde su desaparecido comentarista se preguntaba qué justifica la traición del personaje femenino en Cujo (Lewis Teague, 1983), al tener ella un esposo amante y sin tacha. La respuesta en ambos casos puede obedecer a una tan simple como racionalista lógica: será que somos humanos.
El último verano dibuja, con acierto y precisión, el inicio del romance. Luego se desnivela, hasta llegar a un deprimente cierre (cobarde para los estándares de la directora de Anatomía del infierno), que traiciona hasta los que parecían ser los mismos postulados de esta unión.
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