Don Bruno

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Si de Santa Bárbara se acuerdan cuando truena, don Bruno acude a la memoria cuando Meteorología coloca a Cienfuegos en ese embudo curvo que es el cono de la probable trayectoria de un huracán o un pariente menor en los diabólicos dominios de Eolo enfurecido.

Entonces la caleta, con nombre de antiguo español que a estas alturas nadie puede precisar por qué ni cuando se lo endilgaron, recupera por un par de días su condición de quizás el mejor refugio marino de la isla.

Aguas profundas y un abrigo verde de mangle entallado por el mejor modisto de la naturaleza a la esbeltez de su cuerpo salado. Garaje marino que primero fue de canoas indias, luego de carabelas conquistadoras y bajeles piratas, más tarde de veleros y vapores, hoy de mercantes y yates de recreo. Brazo acuático con que la bahía se ase a la ribera occidental. Dicen, además, que el único hábitat de tiburones dentro de la bolsa de Jagua.

Contra la poesía del remanso verdeazul solo conspira su condición de cementerio, porque don Bruno es también el camposanto de los cascos averiados, de los costillares rotos para siempre, de los mástiles en los que nunca volverá a inflarse una vela.

Pero los cadáveres sepultos, con su costra de escaramujos y óxidos eternos, sirven a su vez de cornamusa a sus parientes vivos, que buscan protección cuando el barómetro comienza a reportar cada vez menos hectopascales y Safir-Simpson a escalar categorías.

Todavía está por comprobar si algún pirata empleó el redil acuático como caja fuerte para su fortuna mal habida, pero cinco siglos de leyenda le atribuyen la condición de banca salvaje, seguro resguardo de lingotes, doblones, luises o maravedíes.

Caletón de don Bruno./Foto: Tomada de Internet.

Si de mitos se trata, otro sitúa en la escarpa del caletón la desembocadura del túnel de evacuación, en caso de sitio, para los defensores de la fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua.

Con el ánimo de aumentarle jerarquía a la leyenda corsaria algunos cronistas lo relacionaron con las correrías caribeñas de Sir Francis Drake. Colegas del caballero inglés que tenía por única patria la mar, parece que acudían de manera asidua a la paz bucólica del ensenacho, a carenar las heridas del maderamen o reponer las vituallas en sus bodegas vacías.

Fuera de los linderos de las fábulas trasmitiditas por las poleas de la oralidad desde que el español José Díaz puso casa con mujer india en Tureira, allá por los primeros años del siglo XVI, y Las Casas y Rentería tenían encomienda en las márgenes del río Arimao, existió para Don Bruno un proyecto amasado con más sueños que dineros y corduras.

A lo mejor sería porque Julio Verne estaba muy de moda y al fondo de la cuenca del Gran Caribe el canal de Panamá estaba a punto de iniciar operaciones, como quien dice al mismo frente de Jagua. El caso es que el 27 de febrero de 1913, el diario local El Comercio adelantó la idea de construir un gran dique en Cienfuegos.

Por supuesto que no existía en todos estos contornos emplazamiento más ideal que el caletón de don Bruno. Y al abolengo del pequeño brazo de mar le añadió la nota del periódico la estadía allí de don Sebastián de Ocampo, el primer marino que bojeó la isla y de paso echó por tierra la tesis de Colón, quien cansado de navegar por el sur de la costa cubana viró en redondo y sentenció que aquello era parte de Tierra Firme.

La apertura del canal interoceánico podría convertir el dique cienfueguero en un negocio fabuloso, que evitaba a las embarcaciones necesitadas de reparación la larga travesía hacia puertos de Estados Unidos o Europa.

Ya los estudios, de factibilidad se apellidarían hoy, estaban adelantados por el joven Bebo Calvo y la concesión solicitada a nombre de Luis Mijares, pero en el negocio del gran taller marítimo iban a participar también capitales del licenciado Emilio del Real, el doctor Federico Laredo Bru, el ingeniero Evaristo Montalvo, el propio agrimensor Calvo y el señor Parets, dueño de la finca que cercaba a la caleta.

Localización. Tomada de la investigación “Flora y vegetación del Caletón de Don Bruno”.

En un alarde de optimismo, uno de los siete pecados capitales del periodismo (el triunfalismo de nuestros días), el reporter dejaba en blanco y negro la posibilidad de construir en la Perla del Sur uno de los mayores diques del planeta.

Y todavía “apretó” un poquito más. El ancladero, afirmaba la nota, sería capaz de hospedar a los buques de más eslora, manga y calado botados al agua de los astilleros de entonces, al Titanic por ejemplo. Imposible de comprobar porque el correo real británico llevaba más de 10 meses en su tumba atlántica, a cuatro kilómetros de la superficie.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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