A Ana Luisa le gusta tener la casa llena

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La casa de Ana Luisa León Hernández tiene el olor a la madera de sus paredes. Un montón de fotos viejas, amarillas ya, cuelgan en los tablones de la sala, adornada con flores plásticas, sillones de antaño y un pequeño televisor.

Pero la visita no se queda en esa parte del hogar. Como si fueran parte de la familia, entran directo hasta la cocina, donde la ventana pegada a la mesa descubre en las afueras la porción de tierra atendida por esta mujer.

Ha preparado papas para la visita. Con cáscara y todo, receta que ante los ojos de una pueblerina puede parecer hasta desagradable. Mas, basta con pelar suavemente la vianda, cuya cubierta se desprende casi sola tras el calor de la leña… y probar.

Ningún restaurante puede servir un alimento igual de atrayente al paladar. Y así, sin servir la mesa, con todos los cubiertos amontonados y con los platos uno encima del otro, para que cada quien escoja, sin la formalidad de un servicio calificado, la visita almuerza.

En la casa de Ana Luisa no hay etiqueta. En el campo no se vive estirado, no importan la elegancia, el buen vestir ni los modales, lo cual no significa que no se tenga buena educación.

Ella lleva más de 30 años en esta vieja casa de madera resistente al tiempo, al éxodo hacia la ciudad, a los problemas del transporte, al fango acumulado en el camino, a los hijos quienes desde años se marcharon hacia el llano.

“Son cuatro: tres varones y una hembra. Solo uno se quedó conmigo aquí y los otros tres se mudaron. Ellos vienen los fines de semana y me ayudan en algunas cosas”.

Nacida, criada y “vivida” en el macizo montañoso del Escambray cienfueguero, Ana Luisa adora su monte.

“Yo salí de un la’o pa’ otro, pero siempre en las montañas. Viví en La Cuevita, Sabanita, y ‘dipué’ hicieron la cooperativa y nos mudamos pa’ aquí”, comenta, como si su interlocutora conociera realmente de todos esos lugares mencionados.

Con un área nada pequeña de maíz, frijoles y café, todas las mañanas atiende sus sembradíos y de vez en cuando recibe la ayuda de otros campesinos, porque recoge más de lo planificado.

“Lo hago poquito a poquito, y los muchachos, cuando suben, me ayudan. Vienen y lo repartimos entre todos”.

Y madre al fin, a veces se queda sin mucho para ella, pero eso nunca ha sido una preocupación.

“Ellos también me traen lo que yo no encuentro aquí. Siempre vienen cargados. También me visitan mis nietos, quienes son buenos y estudiosos. Hay militares, médicos, uno estudiando Medicina, otro profesor de Educación Física”.

Si bien Ana Luisa se contenta con tener a la familia a su lado regularmente, se le nota la tristeza cuando menciona a su hija Ana María, quien, por responsabilidades en la Dirección Municipal de Planificación Física en Abreus, ya no puede visitarla con la frecuencia de antes.

“Yo entiendo”, se resigna la mujer de más de siete décadas, cual madre que justifica la ausencia de los hijos, pero no se acostumbra a esta.

Debe ser por ese instinto maternal, detenido mientras no aparecen sus hijos, que invita a todos a pasar directamente a la cocina.

Es evidente: le gusta ver el hogar repleto de personas, la mesa con todos los sitios cubiertos, y escuchar las conversaciones en el comedor, mientras sigue trajinando entre las ollas y fogones. A Ana Luisa le gusta tener la casa llena, no importa si la visita no es familia.

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Glenda Boza Ibarra

Periodista. Graduada en 2011 en la Universidad de Camagüey.

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