En busca de un lugar tranquilo

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Lo alertaba el médico y científico alemán Robert Koch a finales del siglo XIX: “Llegará el día en que el hombre empiece a combatir el ruido con la misma vehemencia con la cual combate hoy las plagas”. Sin embargo, han pasado 115 años de su muerte, y el problema a nivel planetario está muy lejos de resolverse.

Al despertar, de manera cotidiana, los seres humanos estamos expuestos a una poderosa gama de estímulos sonoros, algunos apenas perceptibles y otra gran cantidad de veras estridente, característicos de poblados y grandes ciudades donde los niveles de sonido rebasan, por mucho, la línea de lo humanamente permisible.

De tal desgracia, se desprende en la actualidad un rasgo que viene preocupando a la ciencia antes incluso del pronunciamiento de Koch: los humanos cada vez oímos menos. El ruido ha pasado a ser un acompañante habitual, a la vez consolidado como uno de los contaminantes más frecuentes del entorno. La mayoría de la gente lo deja por sentado, hasta el punto de no constituir hoy día una preocupación ni molestia, mientras interfiere en la realización de las tareas diarias en centros laborales, durante el estudio o cuando se descansa en algún lugar.

Estas personas que son capaces de soportar o no advertir ruidos ensordecedores y denunciarlos, se han habituado a ellos. En ese proceso degenerativo, el organismo va disminuyendo la sensibilidad excluyendo sonidos que son necesarios y saludables, dígase el poder escuchar la brisa sobre los árboles o el simple trinar de las aves en lontananza.

La arremetida con la música demasiado alta en casas, barrios y espacios públicos por esas mismas personas que han perdido la sensibilidad auditiva, representa el ejemplo más cercano. Constantemente automóviles, motocicletas y motorinas que surcan a grandes velocidades las avenidas, promulgando la tosquedad musical por doquier, bocinas, blafles portátiles que son llevados y traídos por cualquier esquina…, son casos, sin dudarlo, de individuos que violentan un ámbito sonoro —no exclusivo, sino de todos—, que merece un mínimo de respeto.

Asimismo, en establecimientos estatales y cuentapropistas tampoco se apoya la búsqueda del sosiego y esparcimiento sano cuando, durante un almuerzo o una cena, los dueños o “expertos en musicología” embuten a los clientes con el último reguetón de turno (género bullicioso por antonomasia, aunque no el único), totalmente inadecuado para tales espacios.

Se extrañan esos sitios donde la música es simplemente un instrumental y colocada a un volumen moderado para que quienes disfrutan puedan a la vez conversar y entenderse entre ellos sin necesidad de elevar la voz.

Sumado al contexto diario cubano, abrumador en muchos planos de la vida, el ruido prolongado sobre el organismo ha aumentado el estrés, los problemas de sueño, el aumento de la presión sanguínea, la ansiedad, intensas jaquecas y hasta problemas digestivos. Muchas veces buscamos las causas de su origen, sin considerar ni siquiera de soslayo este mal invisible que del mismo modo corrompe.

Exijamos por tanto la tranquilidad cuando esta se perturba, no esperemos a que nos devoren esos “monstruos” del bullicio. Creemos que para vivir felices, el método más eficaz consiste en lograr la armonía proporcionada también por un instante de silencio.

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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