Batas blancas y la solidaridad como bandera
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En el silencio espeso de la selva, o bajo el sol inclemente que calcina la sabana, su llegada se anuncia no con ruido, sino con la esperanza renovada en la mirada de quienes aguardan. El médico cubano, con su bata blanca a menudo polvorienta, desembarca en los lugares donde el mapa de la salud mundial tiene sus zonas más borrosas y dolorosas. No llega solo; lo precede una historia de más de seis décadas de internacionalismo, un principio grabado a fuego en su formación. Su equipaje es ligero en pertenencias, pero pesa en conocimiento, humanismo y esa vocación de servicio que es el verdadero cimiento de la medicina en la isla.
Su partida es el fruto de una voluntad política y social única. Desde 1963, cuando la primera brigada partió hacia Argelia recién independizada, Cuba ha tejido una red de solidaridad que cubre el planeta. Más de 160 países han recibido, en algún momento crítico, a estos profesionales. No son enviados por grandes corporaciones, sino por un pueblo que, a pesar de sus propias limitaciones, entiende la salud no como un privilegio, sino como un derecho humano universal. Es una diplomacia de batas y estetoscopios que ha construido puentes de sensibilidad.
La formación de estos galenos es peculiar y esencial para entender su resistencia. En las universidades médicas cubanas, la excelencia científica se funde indisolublemente con el compromiso ético. Aprenden que el paciente es primero, siempre, sin importar fronteras. Estudian medicina tropical intensivamente, se preparan para actuar con recursos limitados y desarrollan una capacidad de adaptación que los hace tan efectivos en un hospital de campaña tras un terremoto, como en una consulta permanente en una aldea remota sin electricidad.
Los logros son tangibles y se miden en millones de vidas salvadas y dignidades recuperadas. La salud pública de naciones enteras en América Latina, África y el Caribe se ha transformado con su presencia permanente. Programas de vacunación masiva, atención materno-infantil que reduce mortalidades a mínimos históricos, y la erradicación de enfermedades prevenibles son la huella imborrable de su trabajo diario y callado. Han dejado capacidades instaladas, formando a miles de profesionales locales para que el conocimiento permanezca.
Ningún testimonio de su impacto es más elocuente que el de la brigada médica Henry Reeve, especializada en desastres y epidemias. Su respuesta rápida y altamente instruida ante el ébola en África Occidental, los terremotos en Haití y Pakistán, y más recientemente, durante la pandemia de la COVID-19 en decenas de países, fue aclamada por la Organización Mundial de la Salud y las comunidades que protegieron. Fueron la primera línea de defensa donde el virus encontraba su mayor vulnerabilidad: la falta de médicos.
Su labor confronta directamente la lógica mercantilista que domina la salud global. Mientras en muchas partes del mundo el acto médico persigue generar ganancias económicas, maximizar la productividad y la eficiencia financiera, los médicos internacionalistas cubanos representan la contracorriente: la salud como acto de amor y solidaridad. Este contraste, esta “revolución de la conciencia” en práctica, es quizás su aporte más revolucionario y desafiante. Demuestran que otro modelo es posible, necesario y profundamente humano.
La entrega tiene su costo personal. Son largos meses, a veces años, lejos de sus familias, enfrentando climas hostiles, carencias logísticas y, a veces, incomprensiones. Sin embargo, el vínculo que forjan con las comunidades que atienden se convierte en un segundo hogar. Aprenden lenguas locales, respetan costumbres y se integran a la vida cotidiana, dejando de ser “médicos extranjeros” para ser “nuestros doctores”. Ese es el verdadero sello de su integración.
El legado de la medicina cubana en el mundo, no se puede medir solo en estadísticas, sino en sonrisas recuperadas, en manos que aprietan las suyas con gratitud eterna, en generaciones de niños que crecieron sanos porque ellos estuvieron allí. Es un legado escrito en letra de humanidad, que desafía el egoísmo y proclama que la mayor riqueza de una nación está en lo que puede dar, no solo en lo que puede acumular.
Hoy, mientras lees esta crónica, es casi seguro que un médico o una enfermera cubana atienda un parto en una choza en Mozambique, opere a la luz de un generador en la Amazonía, o enseñe higiene a niños en un campo de refugiados. No son superhéroes, son hombres y mujeres de carne y hueso que llevan consigo el mandato de su historia y la convicción de que salvar una vida, en cualquier rincón del planeta, es salvar al mundo entero. Su batalla diaria, silenciosa y colosal, es la más noble de las revoluciones: la que se libra contra el dolor y el olvido, con la ciencia como arma y la solidaridad como bandera.

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