Una aventura encantadora
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Pertenezco a una generación, la del ´70, crecida entre libros, cuya formación intelectual, sentimental y política se forjó al calor de la lectura. Nuestra historia espiritual, también, se tejió entre relatos y personajes literarios, que nos han acompañado a través de la vida.
Muchas personas, de aquella época o de otras previas y posteriores, iniciaron sus contactos con la palabra escrita a través de tres entrañables escritores de aventuras: Salgari, Verne y Dumas.
Los dos últimos son franceses, nación cuyo patrimonio literario es tan vasto, que bien pudiera dar para una adaptación fílmica semanal hasta la eternidad. Solo El conde de Montecristo, presentada por Dumas en 1844, tiene casi doscientas versiones cinematográficas y televisivas.
En 2024 hubo dos: la serie comandada por el realizador danés Bille August y la película escrita/dirigida por el binomio galo de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, estrenada en la Televisión Cubana, tras explotar pocos meses atrás las taquillas francesas, en audiencias que matarían de envidia a Hollywood.
Esta última versión para el séptimo arte de El conde Montecristo es cine-espectáculo de primera línea, un tipo de película que también debe existir, como todos los géneros.
La superproducción europea esquiva el funambulismo circense, la ausencia de implicación con la trama, la falta de ambición narrativa, la casquería digital y el artificio de sus análogas norteamericanas.
Cine clásico, transparente, resulta un trabajo de limpísima caligrafía, que aprovecha bien cada minuto de sus casi tres horas de metraje, distribuidas de forma loable entre el montaje paralelo y el lineal.
Tras escribir para Martin Bourboulon el díptico fílmico de Los tres mosqueteros –otro gran éxito de boletería en su país–, La Patellière y Delaporte fraguan una aventura incluso más encantadora, protagonizada por ese Edmundo Dantés que coloreó nuestra infancia y que aquí interpreta, con carácter y convencimiento, Pierre Niney.
La atinada interpretación de este actor –procurado por realizadores franceses de relieve– constituye uno de los principales aciertos de un filme que, además, sobresale tanto en virtud de la quirúrgica y envidiable edición de Célia Lafitedupont y Sarah Ternat, como gracias a la esplendorosa fotografía de Nicolas Boldut (sus travellings son de lujo) y la banda sonora de Jérôme Rebotier.
Esta película logra devolvernos olores y sabores fílmicos hoy día hoy casi olvidados, debido en gran parte a la impersonal maquinaria en serie hollywoodense y a la retracción europea en un género de tan larga historia allí como la aventura, sobre todo en Francia e Italia.
En lo particular, el último El conde de Montecristo me retrotrae al barrio de mi niñez, donde Collazo –proyeccionista ambulante que nunca olvidaré–, nos llevaba cada semana copias medio descoloridas, pero sentimentalmente inolvidables, de cintas estelarizadas por Gérard Philipe, Jean Marais o Alain Delon, entre otros actores eternos.
Gracias a La Patellière y Delaporte recordamos ese cine popular con el cual crecimos, a la par de los libros. Nos evoca, no sin nostalgia, aquellas historias de infancia de Fanfán el invencible (1952), Till L’Espiègle (1956), El tulipán negro (1964), El Zorro (1975) u otras aventuras fílmicas de cabecera, con las que aprendimos a soñar.
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