El olor y el sonido de ciudad
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Navegar por las cristalinas aguas de la bahía, a la cual los antiguos llamaron Jagua, era una fortuna. Lo hacíamos sobre un pequeño y blanco bote, en aquel entonces, propiedad de la familia. La embarcación fue nombrada por mi abuelo, María Elena, en honor a mi madre, primogénita de un humilde matrimonio formado por una dulce mujer con nombre de floresta y un carpintero de rivera, oficio del que ha hecho gala toda su vida y que hoy tiende a desaparecer.
Mi abuelo, constructor como pocos de embarcaciones costeras, timoneaba la marinera embarcación cuando oímos un sonido metálico aproximándose con ritmo a nuestros humedecidos tímpanos. Mi juventud no me dejó reparar en él.
A este artesano de madera y salitre, llamado por sus íntimos Maningo, pero al que pocos conocen por su verdadero nombre: José Manuel de las Flores Del Valle Pichs, lo aprendí a respetar a través de su tierna mirada y férreo carácter. Con sus manos callosas guiaba la barca cuando de repente volví a escuchar el metálico sonido, ya muy próximo a nosotros.
Tan peculiar detalle sonoro me obligó a expresar una de mis infantiles preguntas, con apenas once años, fijando la vista hasta los espacios más próximos a una cruz latina. Esta destacaba sobre los árboles de la mayor porción de tierra entre las existentes en nuestra amplia rada, llamada, desde antaño Cayo Carenas. El estandarte, desde cualquier rincón marinero, acompaña a los navegantes que profesan la fe.
¿Qué es ese eco?, algunos me miraron y respondieron a coro y con certeza, sobre todo las personas de mayor edad, es el sonido de la fe. Indicaban ellos al persignarse, su formación católica. Mostraban de esa manera lo practicado desde muy temprana edad, pues eran también conocedores de los sentidos toques de campanas, iniciados en las mañanas dominicales en las iglesias o capillas radicadas en la ciudad de Cienfuegos.
Un silencio sepulcral hizo presencia por pocos minutos, instantes en los que disfrutamos del olor a mar, cuando este en forma de aerosol se nos impregnó sobre la piel de nuestras cabezas. El salitre marinero humedecía nuestros ojos, nariz y oídos. ¿Sería esta la misma experiencia, o el día más importante y sorprendente de un antiguo hombre asentado en estos lares?
Todo parece que sí, pues solo para sobrevivir el ser humano necesita agua dulce y comida, la primera bordea nuestros más visibles espacios, como manantiales a flor de mar, aguas abajo desde las montañas. Lo segundo podían encontrarlo en cualquier punto de nuestra geografía, al disponer a lo natural, con un poco de paciencia, de mariscos de todos los tamaños y colores, iguanas, aves. Para terminar el festín las delicias de una amplia variedad de árboles frutales, ubicados en las riberas de los ríos que desembocan muy cerca de las costas interiores de la bahía.
Unos kilómetros más adelante, aguas adentro, nos permitían dar oídos sin miramientos hacia otros barcos llenos de pasajeros. El sonido de sus potentes máquinas que, al ronronear rítmicamente sin cesar, se mezclan por momentos con los gritos, cantados a pulmón, por cualquier patrón, cuando está dando sus órdenes a bordo, era motivo de la algarabía propia de los pasajeros del Juraguá -barco a nombrar siempre e intencionalmente- en honor a su prestancia e identidad local, como nave insignia que navegaba inolvidablemente sobre la bahía de Jagua¹.
Estos pequeños barcos que también se llamaron Pura, Santa Bárbara y Nieves, marchaban casi en paralelo hacia La Punta. Desde allí nos recibe la ciudad con sus cúpulas y miradores, testigos fieles de una etapa no muy lejana, donde la cultura y el poderío económico, permitió a un grupo de acaudaladas familias cienfuegueras, cumplir sus caprichos arquitectónicos, reflejados en los sueños proyectados de Silva, los Castaño, o el propio Don Del Valle, propietarios todos, en gran medida, de una privilegiada península, bañada de mar y rodeada de olores marineros.
Una de esas figuras en competencia, llena de amabilidad y talento culinario, con hábiles manos, fue nuestra inigualable María Covadonga Llano González. Es considerada una fiel representante de la inmigración española y asturiana en Cuba y Cienfuegos, heredera de la mejor cocina mediterránea europea. Durante mucho tiempo, su renombrado restaurante “Covadonga”, fue en Cuba la meca de la paella, rico y humilde plato marinero europeo. El clásico establecimiento estaba situado, frente al mar y a escasos metros del mítico hotel Jagua.
Esta instalación, ubicada en la zona más al sur de nuestra ciudad, durante las tardes y las noches llenaba de color, música y sabor, a los bohemios cultores de la noche. Otros espacios como el mítico bar Escambray o el cabaret Guanaroca, eran propicios para enamorados, trasnochadores, o sencillamente amantes del buen arte de esos centros nocturnos.
No muy lejos de allí y como si se le fueran los días, un viejo espigón, como buen anfitrión, nos recibe desde el mar o la costa, reventando nuestros oídos, con su soledad. Este se convierte en testigo fiel de la inspiración de bardos y poetas, fieles enamorados de El Decano, como lo nombran popularmente algunos, cuando es comparado entre sus iguales. Su nombre, perpetuado desde antaño, por algún genio, lleno de certeza e hidalguía es, desde aquel entonces, “Muelle de la Real Hacienda”.
Su estructura de hormigón y pilotes, sustituta de los desvencijados maderos, que conformaban una disposición emblemática de la ciudad, particularísima en demasía por su forma de arco en semicírculo, con cierre formal en las calles de Santa Isabel y De Clouet, nos mostraba el antiguo muelle, llamado por otros como del estado. Él era capaz de recibir en sus espacios las grandes prestaciones portuarias que colmaban el comercio de la urbe.
La ubicación, sobre sí mismo y a nivel de unas pequeñas y estrechas líneas de ferrocarril, nos permitirían escuchar el constante chirriar de las casillas llenas de mercancías. También sentíamos las expresiones de dolor de los estibadores cuando los pesos sobrepasaban sus esfuerzos.
Su éxito comercial se catalizaba en ocasiones, por la descarga, hacia un gran almacén sin paredes, techado a dos aguas y ubicado estratégicamente entre el muelle y el bello edificio de la Aduana. Allí eran colocadas mercancías para, de esta manera, fiscalizar la labor desarrollada por estos funcionarios, último paso en su intrépido andar, hasta las enormes casas – almacén de la ciudad. De allí partían días después hacía los mostradores de los grandes y pequeños negocios que rodeaban la amplia rada cienfueguera.
Ya en su peregrinar, recibirían a su paso una andanada de voces pregoneras, sonidos inseparables de cuanto artículo y servicio prestaban los distintos negocios ubicados a lo largo de la importantísima calle Santa Isabel, corredor comercial por excelencia. Entre las mercancías, nuestros visitantes y la plaza de Ramírez o de Armas, llegaban sin tropiezos hasta el hoy nombrado Parque José Martí, sitio neurálgico de nuestra ciudad donde confluirán sin cortapisas, la cultura, la política y las clases vivas, amén del pensamiento más excelso de nuestra ciudad.
Todos convivimos bajo los influjos del repiquetear, dentro de las bóvedas centenarias y dispares que acogen las campanas de la Catedral. Somos parte del rico y bullicioso debate entre los partidos, de ayer y hoy existente en nuestro ayuntamiento; de la danza o la zarzuela española salida de la voz de nuestros inmigrantes españoles o sus descendientes -quienes no dejaron nunca perder su legado en mucho tiempo- bajo la sombra del elegante Casino Español de Cienfuegos. Fuimos irradiados por el sonido galante de Enrico Carusso, una vez iniciada su función en nuestro coliseo mayor, el centenario teatro Tomás Terry, pieza mayor de la arquitectura culta, que enmarca desde 1889, cual azimut el disfrute como amantes exclusivos de nuestros sonidos y olores de la patrimonial ciudad.
[1] Toponimia marinera, heredada de nuestros ancestros.
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Muy agradable y amena la lectura. Despierta el interés por esta histórica, bella y muy limpia ciudad. Hoy no tan limpia.