Carta de auxilio a Raúl Leyva Pupo
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Estimado amigo:
Tengo entendido que eres fisioterapeuta. Necesito me ayudes a recuperar algunos movimientos del cuerpo y del alma, pues he salido un poco quemado tras leer tu ardiente poemario Los secretos del fuego (Reina del Mar Editores, 2024).
Aunque lo parezca, no estoy bromeando. Debo confesarte que desde que anunciaste que ibas a revelar los secretos de uno de los grandes Elementos naturales, no pude menos que sonreír. ¡Qué presunción!, me dije.
Pero al instante te vi reuniendo palabras para hacer una hoguera, contigo la dedicación de quien colecta hojas y ramas en el bosque infinito del lenguaje, a fin de quemar al mundo.
Entonces comenzaste a hablar de las revelaciones de la señora Blavatsky y la joven Abigail Williams, y observé que temblabas ante tales conocimientos, al tiempo que advertías “al miedo trepar por las hogueras”.
Empecé a creerte, Raúl. A sospechar que sabías a ciencia cierta de lo que hablabas. Quizás porque emprendiste tiempo atrás el arte de dominar las llamas, tanto físicas como metafísicas, esas que con impune voracidad abrasan objetos y emociones en el decurso de las vidas humanas. O porque te quedaron rescoldos del recuerdo de Lilith cuando se fue de casa sin que nadie lo sospechara. Ahí aprendiste a soltar, a dejar ir y apagarte a ti mismo, porque “si te acostumbras al fuego piensas que siempre estará para ti”.
También has visto las llamas escondidas en el interior del prójimo. En la maga Circe que convertía a los hombres en cerdos, cosa que, como bien dices, no es muy difícil; en “la buena de Lucrecia que jugaba a envenenar a sus maridos”, con ansias de purificarse, con muchas ansias.
Ya con esas intuiciones te vi coleccionar chispazos: dos fósforos para definir a los poetas y la poesía; un fogonazo para describir la Vida; vino, sangre y alacrán para descubrir aquello que simulan los hombres de todas las épocas, para saber de qué están llenos.
Claro, eso está muy claro, amigo, pues quien se ha involucrado en este arte de domesticar al fuego debe saber lo que disimulan tanto el alma propia como la ajena.
Tratar de que no queme tanto ni haya quemaduras recíprocas en el trato hacia los seres queridos. O como bien dices:
Todos los fuegos son manejables. El punto es si tienes potencia para controlar dos fuegos”.
Así he constatado la certeza de tu sinceridad poética, pues te has acercado a la zarza ardiente, te ha despertado la lava del volcán y te ha conmovido “la llama rosa del amor”.
Para completar de forma esférica el asunto que tratas, te has atrevido a hablar de las claves herméticas de los teósofos y el dolor de Vallejo; de las explosiones y el éxtasis. Te has atrevido a hablar de Dios.
Me parece que lo has hecho con la osadía de quien medita a fondo en esos temas mientras se fuma un cigarro, con calma, durante un día de solsticio.
Al final, has salido del interior de la hoguera enarbolando un puñado de certezas: Recordar y soñar queman. Vivir quema. Es preciso agarrar la magia, adquirir la habilidad de practicar por uno mismo, el arte de desear y olvidar, de encenderse y apagarse.
Siento que has tenido éxito al respecto; y por eso, al inicio de esta carta, te solicitaba auxilio a nombre mío y de los lectores de tu poemario. Queremos saber cómo has conseguido domeñar al fuego y conquistar sus secretos.
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Me convenciste, quiero el libro.