Vulgaridad y futuro

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Durante su discurso de inauguración del 26 Festival de Cine Latinoamericano, Alfredo Guevara expresó: “No será fácil para Cuba defenderse si la batalla de ideas que hoy nos define, y es observada y acechada por el imperio, no alcanzara el despliegue necesario, si no lograra mientras funda y refunda desterrar ese otro oleaje de maloliente marea resaquera que es la chusmería disfrazada de idiosincrasia popular. Ignorarla no será prudente”.

Son palabras para reflexionar. Una de las mentes más lúcidas de este país alerta sobre esa lepra que invade segmentos de la nervadura social cubana: la vulgaridad, la ausencia de educación formal, la falta de clase y distinción en las relaciones sociales, la insolencia en la comunicación…

“Chusmería disfrazada de idiosincrasia popular”, creo que solo un Roa, un Mañach o un Fernando Ortiz hubieran podido describirlo así, de un único y certero trazo. Justamente a los dos últimos intelectuales se les debe algunas de las aproximaciones más sabias al fenómeno en lo que atañe al rastreo de ciertas aristas de sus orígenes y desarrollo.

Pero la continuidad de su estudio en la actualidad insular ya está añorando hace mucho un volumen provisto del grado de cientificidad necesario para escudriñar, radiografiar y consignar en blanco y negro las causales y consecuencias de sus expresiones cotidianas hoy día.

La vulgaridad pasó progresivamente del entorno solariego, de ciertas franjas sociales vinculadas a la marginalidad y la delincuencia, a ocupar mayores espacios sociales. Desde el trato entre las personas hasta la vestimenta, desde el lenguaje hasta las expresiones corporales (gestos, formas de caminar), desde -incluso- la engolación de la voz hasta los marcos de convivencia intervecinales.

Una vulgaridad revestida de un componente de violencia y zafiedad cobra fuerza en el diálogo, en los modos de obrar. En tanto, el irrespeto al derecho ajeno -quizá una de las muestras más claras de la ignorancia- gana márgenes en las cuadras: los gritos de esquina a esquina, las malas palabras a voz en cuello delante de niños y personas mayores, las grabadoras en el cenit sonoro de la mañana a la noche, los grupos de personas ebrias en los portales…

Son pocos los adolescentes masculinos que mantienen su voz normal al conversar (sobre todo cuando lo hacen con sus compañeros), pues por lo general le incorporan al habla un nivel de afectación callejero, calcado de los estándares delincuenciales, en procura de un supuesto incremento de su masculinidad. Las interjecciones tradicionales y los vocativos desaparecen en esta franja etárea, ante el surgimiento de vocablos reemplazadores desprovistos de un mínimo sentido comunicacional.

Se molestan algunas personas porque no le permiten entrar a determinados lugares públicos en short y camisetas. Prohibición lógica que no tendría causa si aflorase un mínimo de sentido común que les autoimpidiese proceder así a quienes van en ese atuendo a sitios como hospitales, restaurantes, teatros, donde a todas luces desentona.

He visto a padres que han ido a discutir porque “se metieron” con su hija. Pero en ese momento la nena transitaba la acera prácticamente desnuda. Sin ánimo de obviar la falta de respeto masculina, hay un componente de incitación aquí, procurado o no, que motiva hechos semejantes. Si papá tuviera la cordura de decirle a la niña que no fuera tan explícita, y ella tuviera la paciencia de oírselo, no habría caso ni espacio para situaciones semejantes.

Estamos en medio de una circunstancia social donde es fundamental, ineludible el diálogo.

Donde las personas con un mayor grado de instrucción y educación deben reciprocar esas enseñanzas adquiridas con quienes no la recibieran o la desvirtuaran. Mostrarles sutil, cordial, incluso diplomáticamente en aras de sortear molestias o posibles complejos, las formas de comportarse correctamente en la sociedad. No importa que existan seres irreeducables, lo que importa es que esta gente de baja ralea no puede permear mediante su nocivo (y a veces subvalorado) nivel de influencia las costumbres y tradiciones de convivencia de la sociedad.

Aunque a alguien pudiera parecerle exagerado, Guevara no se equivoca en cuanto a lo pernicioso del fenómeno de cara al futuro. Si lo vulgar y lo chusma se imponen, adiós sentido del diálogo, adiós delicadeza, adiós a esos prismas jerarquizatorios tan básicos para la capacidad de selección y discernimiento humano. Todo sería gris y desesperanzador. La familia, en primerísimo orden (porque ya las escuelas cubanas tienen un esquema muy bien delineado), no puede desaprovechar la oportunidad histórica que tiene en sus manos: de la almendra que para ese árbol se poblarán los bosques del mañana.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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