Verdecia, escolta de Fidel

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“Siempre estuve a su lado; de él aprendí mucho. A veces nos movíamos solos de una columna a otra y, en el transcurso del camino, preguntaba: ‘¿qué tú crees si hacemos una emboscada, si los cogemos por aquí?’. Mi preparación militar era escasa y solía darle la razón. Le respondía: ‘creo que sí, Fidel’. Nunca le llamé Comandante”.

Así lo evoca el general de brigada Marcelo Verdecia Perdomo, presidente de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana (ACRC) en Cienfuegos. Retorna entonces a sus 17 años, cuando abandonó los cafetales donde trabajaba para contribuir al sustento de la familia y se incorporó al Ejército Rebelde, allá en la Sierra Maestra.

“Llegué a la Comandancia en 1957 y permanecí allí hasta finales de 1960. Participé en los principales combates, bajé en la Caravana de la Libertad, peleé en la Lucha Contra Bandidos en el Escambray, y luego en Playa Girón. Acompañé a Fidel durante todo ese tiempo, fui su escolta”.

Y tan joven, ¿cómo llegó a convertirse en guardaespaldas del Comandante?

“Te voy a decir por qué. Cuando me incorporé no pensaba en derrotar a Batista, ni sabía quién era. Tampoco conocía si el gobierno era malo o bueno; apenas escuchaba la radio. De hecho, la primera vez que intercambié con Fidel, no quiso aceptarme.

“Después, en un segundo encuentro, él estaba en la casa de una tía mía; buscaba un lugar donde establecer la Comandancia. Aproveché la oportunidad y hablé con Celia (Sánchez Manduley), y ella me sugirió volverlo a intentar. Lo hice y al parecer le caí bien. Me dijo: ‘¿tienes arma?’; yo solo disponía de un ‘revolvito’. Entonces le ordenó a Celia: ‘Si tienes algo, dáselo y que venga con nosotros’.

“Comencé haciendo guardia y, posteriormente, cumplí otras tareas. Quise bajar con la columna del Che o la de Camilo, pero Fidel se rehusó. Me tenía esa confianza, cariño. Nuestra forma de hablar resultaba amistosa, sobre todo porque yo era un muchacho, un guajiro…”.

¿Lo retaba a veces?

“Sí, te contaré una anécdota para que veas. Durante la ofensiva contra el ejército de Batista, algunos de nuestros compañeros se encontraban en el Hospital General, en medio de la montaña. El Comandante lo visitaba casi todas las noches y en la mayoría de las ocasiones iba con él. Un día me quedé en la casita donde vivíamos, porque de Santiago de Cuba habían mandado dinero, ropa…

“Fidel guardaba botellas de bebidas que le regalaban. Al regreso, tan observador como siempre, inquirió: ‘¿por qué no fuiste conmigo al Hospital?’. ‘Me puse a contar un dinero’, contesté. No le prestó mucho caso a la excusa y fue aún más directo: ‘¿de cuál botella tomaste?’. ‘De ninguna’, respondí. Hizo una pausa, y luego dijo: ‘Sabes, nosotros te tenemos muy malcriado’”.

Pero, usted llevó su fusil…

“Mira, a inicios de 1958, en Jibacoa, Fidel iba a entrevistarse con Carlos Rafael Rodríguez y otros compañeros. A René, el hombre a cargo del fusil, le designaron otra misión. Y el día en que salimos rumbo a la Comandancia de La Plata, tomé la mochila del jefe, la mía, y el fusil de mira telescópica.

“Lo cuidé hasta el Triunfo de la Revolución: lo descargaba, limpiaba. Incluso después, en el trayecto de Ciudad Libertad al Habana Hilton, debía montarme en el carro con la mirilla. El Comandante deseaba andar con ella. Fue así hasta que el fusil se extravió en La Habana y apareció, con el tiempo, en una Estación de Policía”.

¿Qué no olvidará de Fidel?

“Chico, hay tantas cosas. Ahora recuerdo que echábamos competencias de tiro con una pistola. Aunque con Fidel nunca se ganaba, uno perdía. Le gustaba poner un cigarro a 10 o15 metros para dispararle. Si tú le dabas y él no, suspendía el tiro, pasaba algo, inventaba el motivo. Necesitaba ganar. Eso lo distinguía. Hallaba el modo de convencer y vencer”.

 

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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