Un mundo a dos, entre la sangre y las nieves (II Parte)

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Tras descontar, obvio, que Alfredson solo desliza acaso el hecho de que Eli, la vampiro del edificio contiguo que llega a los mundos de Oskar, puede ser cosecha de una imago urgida de tales ardides salvadores. Si bien estamos en potestad total de considerar cuanto deseemos, diría el viejo Martin en su historia de cierres abiertos a todo, en Shutter Island.

Max, el muchacho del filme de Jonze, le narra una curiosa historia de chupasangres a una madre desentendida más tiempo del posible de su galaxia de fantasías: «Había una vez unos edificios que eran muy altos, y que podían caminar, entonces había unos vampiros, uno mordió al mayor de los edificios, y se quebró sus colmillos, luego el resto de los dientes se le cayeron y él comenzó a llorar. Entonces, todos los vampiros (…) se dieron cuenta de que él nunca más sería un vampiro. Así que lo abandonan.» El cuento infantil opera cual reflejo de la insularidad, la identidad de diferente del chiquillo, quien es capaz de colegir que hasta en la tierra de los no-muertos se pagan caro las señas del singular.

Max, tras morder a su madre en altercado familiar, derivado del giro del punto de atención de la progenitora hacia un extraño, va a una isla desierta, donde, por un tiempo, tocan a rebato las «cosas salvajes» que hay dentro de sí; Coraline rumia la disfuncionalidad- clase-media de los padres, abstraída a través del hueco mágico en la pared de la vieja casona; Oskar, de menos recursos de ese tipo, en cambio, mastica su plúmbeo presente de otro modo: recorta noticias de diarios sobre crímenes y guarda un cuchillo para, algún día, vengar sus ofensas. Entonces, algo allí, desde la ventana a oscuras de al lado, modulará las claves de su existencia en adelante. No pertenece a su raza, aunque de esta surgió. Ella le dice en los primeros roces que no pueden ser amigos, pero una corriente imparable de identificación sentará pilares y edificio de lo que irá rumbo a convertirse en una cándida, bella, profunda, amarga, monstruosa, tétrica convergencia de afectos, situada en los espacios de un amor imposible por indefinible, finito en algún instante ulterior por el orden del mundo y las especies.

El realizador Tomas Alfredson (Lidingö, 1965), cuatro cintas previas, sin experiencia alguna en el género de terror -a diferencia de John Ajvide Lindqvist, el bien curtido en miedos, autor del libro del cual parte el filme, y guionista aquí-, aseguró a los medios que se lanzó «desde cero, sin referencias, ni modelo ni nada, sin inspiración en películas previas sobre el mismo tema». Si bien no siempre resultan fiables las declaraciones emitidas por los directores, nada indica en Déjame entrar que las imágenes del sueco no anden en consonancia con sus dichos. Cuando el subgénero vampírico sucumbía a la autoanulación involutiva, traicionera para con la historia de la variante fílmica (Crepúsculo/Luna Nueva, et. al.); lejanos los hitos de Coppola y Jordan en los noventa; cuando no pocos de los relatos hollywoodenses de colmillos sangrantes articulados durante los últimos quince años aparecen envueltos en engañosa murumaca diz que posmoderna, este hombre europeo, oriundo de un país sin tradición en la franja de marras, se descolgó con una visión de amanecer hacia el subgénero.

Limpia de aprensiones, sujeciones y compromisos, como una planicie lacustre escandinava.
Alfredson, en virtud de su pieza, reconfirmaría que es viable fraguar cine de género en cualquier parte -si lo sabrá el pillo Luc Besson en París con amor-, e incluso mucho más, enfocarlo desde la perspectiva de autor, como recién ha hecho el coreano Park Chang-wook con su también vampírica Thirst (2009). Alfredson monta un depurado dispositivo formal, donde la visualidad gana lumbre desde el hecho mismo de disponer de un escenario tan fantástico como inusual dentro del subgénero, punteado por la textura de la nieve y los contrastes entre su blancura y el rojo de la sangre, sabiamente rentabilizados en el discurso de la imagen por las decisiones visuales del director y su responsable de fotografía, Hoyte van Hoytema, atentas dichas opciones por arriba de todo a la capacidad dialogística del detalle.

(Continuará…)
(Texto publicado originalmente en la versión impresa de la revista Cine Cubano)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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