Un mundo a dos, entre la sangre y las nieves (Final)

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Alfredson conoce el cine, sus recursos caros y ancestrales, algunos semiutilizados o mal utilizados hoy. Los emplea a conciencia y gusto.

La recurrencia, a la fecha casi perdida, de grandes planos lejanos o abiertos; el exquisito trabajo con el -tan inherente al buen relato fantástico- fuera de campo visual, y las difuminaciones hacia el fondo del plano; así como la parsimonia de las secuencias, el orden calmo del encadenamiento secuencial, la cosedura naturalista de las escenas, la simbiosis de una grafía imbricante de terror y realismo mondo y lirondo, las rotundas atmósferas… Todo esto otorga clase, pasaporte de distinción y personalidad a la película convertida en suceso desde su estreno en el Festival de Gotemburgo, 2008.

De tal que no creo resulten exageradas, por aludir no más a dos casos resumidores de la opinión general, las exclamaciones laudatorias de Manohla Dargiss en The New York Times ni la ponderación del crítico catalán Jordi Battle Caminal, cuando afirmara, en La Vanguardia, que: “Sin recurrir a efectos gruesos ni truculencias, deja por el camino imágenes de impacto: el plano general de la chica ascendiendo por la fachada del hospital (al que, inmediatamente, siguen otros dos planos magníficos: el abrazo entre la jovencita y su desfigurado protector, inquietante mezcla de ternura y patetismo, y el cenital salto al vacío de este), el bloque de hielo con cadáver suspendido de la grúa y, cumbre entre las cumbres, la escena final de la piscina, desde ya un hito del género: de haberse dedicado al gore, Bresson la hubiera filmado así”.

Pero Alfredson va a más y su obra, fecunda en rasgos de valor, sobresale asimismo en tanto constituye una mirada novedosa que, más que reinterpretación o reformulación de la filmografía vampírica, cual tanto se ha escrito a lo largo del planeta, supone un posicionamiento meritorio sin demasiados antecedentes en su subvariante. Esto gracias al plausible afán de incorporar, con peso mayúsculo, capas de densidad dramática y psicológica, y una auscultación de determinados temores infantojuveniles, a los puntos de gravitación del relato clásico sobre el monstruo. Aunque, por supuesto, ello no implique la renuncia -asaz peligroso emprenderlo en el terror y el vampirismo fílmico- a resortes o lexemas consustanciales de esta pantalla, desde la heroicidad trágica del chupasangre hasta el vocabulario icónicodenotativo. Esto es: el espacio de la noche como epicentro evolutivo de la criatura, su naturaleza agresiva, el sol quemante al alba, esa inmortalidad no motivadora de tantos placeres como de dolores. Más que por construir otra película de vampiros y humanos diferenciados por las divisiones binarias del bien y el mal, hiato estereotipado por la doxa, Alfredson se preocupa por armar una rica metáfora sobre el lastre amargo de la soledad, el miedo, el terror cotidiano ante la humillación, la melancolía, el desafecto y la despedida a la inocencia. Así, compone un subyugante drama de visos schopenhauerianos, donde la parienta de Nosferatu deviene puente de interpretación, desde un espacio/ otro, hacia un orden de cosas humano, tan difícil de recomponer como el cubo de Oskar, y lastrado por el pesimismo, el dolor, el alcohol, la gelidez afectiva, el

Una harto tajante aunque no totalmente descartable lectura de Déjame entrar situaría los vectores de redención, o, por lo menos, la angustia puntual del niño, en última instancia, a expensas de aquel mal de fondo rastreado en la pantalla escandinava desde Bergman; en terrenos polisémicos que podrían encarrilarse dentro del más puro pragmatismo social o las leyes del Talión y Murphy. Empero, me agradaría entrever otras coordenadas, donde operen fenómenos de ecos menos pedestres y resonancias más sublimes. La película lo amerita, porque hay sugerida, en el sedimento de sus locuaces secuencias, una inescapable proposición invitadora a estrechar cosmovisiones, aparejar espíritus, armonizar ángulos de interpretación de la existencia signados de modo aparencial por su posible disenso mutuo. De manera que cuanto logran Oskar y Eli entretejer en su cohabitación lírico-amistoso-romántica, cuajada al cruce de lo fantástico con lo cotidiano, merced a la hondura, vehemencia y sentido de la interacción bidireccionalmente utilitaria de esta suerte de unidad en la diferencia, funciona a modo de entrada a un portal de significantes remitentes a la apertura de fronteras, al desquiebre de prejuicios, al cierre de diques de exclusión. Una permisible axiología del descubrimiento, la redención y el cambio, colocada con sutileza y sin sobrecarga.

“¿Sabes cuánto me esforcé para no matar gente? No puedes ni imaginarte. Una bestia sedienta gruñe en mi interior, pero iba de puntillas por miedo a lastimar a alguien. Lo maté por ti, para salvarte”, le confiesa el sacerdote-vampiro de Thirst a su amada, cuando esta lo obliga a asesinar. La acumulación de culpas del cura lo hace inmolarse al sol de la mañana. Déjame entrar establece una paradójica correlación, desde la antinomia. Recurre, igual, a la identidad pareja interracial vampiro-humana y salvación/ conversión/degradación del ser vivo, gracias a la obra de los colmillos del muerto viviente, con todas las consecuencias que su acción mortífera entraña.

Sin embargo, en el fondo ideológico del opus de Alfredson huelgan las matrices de connotaciones religiosas o autorreconvenciones morales. Las aparca, sí, porque su Oskar y Eli estampan, sin fórceps de credos, un tierno vuelo de libertad entre los reinos de la noche y las nieves, donde ellos son los propios dioses de un destino barruntado no más imaginarse.

(Texto publicado originalmente en la versión impresa de la revista Cine Cubano)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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