Un clásico escénico transmutado en poesía coreográfica

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Hay  tres escenas que remiten, indefectiblemente, al territorio de la poiesis a la observación de la directora general y artística Maritza Acosta de un clásico del teatro cubano como Las Pericas, texto escénico de Nicolás Dorr que si algo de eso tuvo sería acaso en la poesía social derivada de argumentos focalizados en la Cuba de hace más de sesenta años.

Son los referidos instantes cuando Rosita (incorporada por la bailarina invitada Beatriz Anaya Rodríguez), la menor y única capaz de encontrar una pareja en este cuarteto de hermanas habaneras destinado en sus tres cuartas partes a la soltería, hace el amor con su novio (Adrián Alejandro Dorta González). Resulta la composición escénico-escenográfica y uno de los trabajo de composición de sentidos a partir del cuerpo más nítidos, tiernos y mejor fraguados que este espectador haya apreciado en algún tiempo.

El otro es cómo se resuelve, en práctica pero sensible solución, la expresión del decurso del tiempo en el hijo de Rosita, fruto de dicha relación. Y el último, aunque sin dudas artísticamente por debajo de los dos anteriores, el del cierre: remisivo a la infancia de las cuatro hermanas, cuando aun el dolor, las ataduras y las convenciones no habían carcomido a las tres mayores; cuando la pequeña ni soñaba en tener un vástago que al final iba a morir con ella en vida, si vida pudiera llamarse a convertirse en la sirvienta-esclava de sus tres consanguíneas.

Pero, despegándonos de tales tres segmentos puntuales en procura de abrir el diapasón exegético hacia la obra en general, ha de apuntarse que el trabajo todo de la Acosta en su versión presentada en el teatro Tomás Terry se confabula con la sensibilidad, y a resultas el encadenamiento de sus escenas va conformando un sentido como tan bello soneto teatral que traduce a piezas coreográficas de notable capacidad expresiva el relato de Dorr para aquella obra estrenada en 1961.

La imaginación, el sentido del espacio y el tacto se convierten en aliados mayores de la directora en función de armar actos donde cada elemento de decoración reviste una utilidad discursiva, aun más que estética. El pragmatismo en el empleo de tales elementos redunda en la multiplicidad de sus funciones, a veces con pasmosa naturalidad.

Dueño de una línea estética muy contemporánea, abocada a mixturar la danza con la pantomima, Teatro del Cuerpo Fusión logra, sin titubeos y con frescura/gracilidad mayúsculas, trasuntar al lenguaje extraverbal aquí (antes ya lo hizo Aurora Bosch en el ballet clásico) la muy representada obra. Constituye un goce sensorial estos 70 minutos de teatro danzado o danza teatral -podría denominársele de forma indistinta e incluso coreodrama, cual lo ha hecho el propio Dorr, asesor de la transposición-, al conjugarse la capacidad de los actores, el plausible diseño escenográfico y de vestuario/atrezzos, el trabajo con las luces/fondos y la rica banda sonora de Rigoberto Otaño Laffitte.

No puede finalizar esta reseña sin resaltar el apoyo a la obra de los alumnos de la especialidad de Danza de la Escuela de Arte Benny Moré, algo bien en consecuencia con el proceder de la Acosta, cuyo colectivo cuenta con dos unidades docentes, una de ellas dirigida a captar el talento disponible en la manifestación.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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