Si fuéramos un poquito niños

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A veces siento el deseo de volver a ser niño. Apenas repaso un par de recuerdos de la infancia, tropiezo de nuevo con las ganas de agarrarme de las barandas, corretear hasta tarde en la calle o disfrazarme del “Zorro” con una máscara de cartón, un palo de escoba haciendo de caballo y un pañal de cuna como capa.

Supongo que a algunos les suceda igual. Esa libertad para disfrutar de la vida a nuestro antojo, con mariposas en la cabeza y lagartijas temerosas de resultar atrapadas por el rabo, solo es posible en la niñez. La inocencia no guarda espacios al desencanto que los años suman.

Parece cosa de locos, porque de pequeño uno aspira a ser grande. Entonces, debemos conformarnos con jugar a las casitas, ponernos bigotes, maquillarse escandalosamente las niñas, improvisar la boda, inventar la comida o alentar el primer beso, diminuto, de los falsos papá y mamá, casi siempre sin que los de verdad se enteren.

Ignoramos tanto el futuro que lo ansiamos. De otro modo, perpetuaríamos el instante de la catana empinándose hacia el cielo, de la muñeca despeinada y rota, del partido de pelota en medio de la calle, del taconeo con los zapatos de abuela, de la desnudez absoluta de nuestros cuerpos en el abismo limpio de nuestras almas.

Pero uno crece, e irremediablemente las hadas escapan hacia otros mundos a la primera señal adolescente. El tiempo nos enreda en el atasco del papalote, cuando en busca de las nubes se hace difícil alcanzarlas porque algún árbol o cable lo impide. La edad transforma la fantasía en un montón de conflictos, bien lejos de la indolencia natural de la infancia.

No digo que a los adultos nos falten ilusiones, o seamos resabiosos de forma definitiva. Reímos e insistimos en encontrar la felicidad, aquella que nos prometimos en el disfrute ingenuo de nuestros primeros años, sin cargar a cuesta con la casa, el trabajo, las vicisitudes del salario o la desfachatez de otros hombres que una vez fueron niños.

Ya sé que las horas son inalterables, aunque no debiéramos resistirnos a la idea de pensar a ratos como lo haría cualquier pequeño. Pudiera ocurrir que una mariposa volviera a posarse sobre nosotros.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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