Shakespeare y Macbeth: entre la sangre y la creación

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Cada año, entre el 22 y el 26 de abril una “lluvia de estrellas” —cual preámbulo o anunciación desde el firmamento—, parece recordarnos a los simples mortales sobre el natalicio y la muerte por estos días, de otros grandes astros de la creación universal, en términos artísticos.

Particularmente, la letras inglesas no tendrían hoy, al decir de Jorge Luis Borges “(…) la reticencia bien educada; la hipérbole, el exceso y el esplendor”, sin la presencia de William Shakespeare (1564-1616) en sus anales. Y con razón.

Cuarenta grandes piezas teatrales, además de dos extensos poemas narrativos y sonetos que vieron la luz —en su mayoría—, bajo el reinado de Isabel Tudor, representan la valiosa alacena del también conocido Bardo de Avon.

Macbeth (1606) —una de las cuatro obras principales suyas y más aclamadas—, posee los atisbos que caracterizaron a los dramas del periodo isabelino; feraz, por cierto, no solo en Inglaterra sino en el resto de Europa.

Sobre las tablas de la reina Isabel se exigían sobre todo los motivos del terror trágico: represalias entre consanguíneos, la inevitabilidad del destino, el cúmulo de horrores, lo sobrenatural de las apariciones de fantasmas y los sueños premonitorios o la crueldad en la violencia.

Pero esta obra, junto a sus homólogas, se concibe más que todo partiendo de una realidad llena de vigor, en cuyo centro está el hombre; sus sentimientos, vicios y pasiones, trazados bajo un soberbio english language, plagado de giros y recursos esquivos hasta para los traductores más sagaces.

También en Macbeth —a mi juicio—, solo aventajada por Hamlet (1601) en aspectos de mayor profundidad, también hay representatividad en cuanto al derrumbe del mundo feudal, al ofrecer elementos solapados pero bien analizados por el autor en torno a la filosofía política de su tiempo: Rey Lear, Antonio y Cleopatra, Coriolano, son otras que dan fe de ello, ante los temores de guerras civiles y sus consecuencias en los reinos europeos.

LAS VENAS ABIERTAS DE UNA TRAGEDIA

La “estrella polar” que guía las stage directions en Macbeth está dominada por las ansias de poder, que la convierten en una pieza apoyada en el personaje histórico (Macbeth de Escocia, 1040-1057), y su paulatino sucumbir ante la pesadilla del perenne crimen. “No brilléis, estrellas: no aclare vuestra luz el negro deseo que abriga mi corazón” (Acto I, Escena 4), afirma en soliloquio el antihéroe, intentando aplacar de ese modo, lo inevitable.

En el corazón de esta tragedia —cuya finalidad, por extensión, es ser representada—, la arteria imbatible de Shakespeare es desbordante: la sangre deja de ser una alegoría y se convierte en materia física, discurre por los cadáveres vejados, prevalece como en charco sobre rostros, manos y pechos. “También mis manos están rojas, pero mi alma no desfallece como la tuya”, responde Lady Macbeth a su esposo. “Lavémonos, para evitar toda sospecha”, le incitará luego.

La muerte, el asesinato, son concretos aquí, tangibles, corpóreos y asfixiantes en el estertor de la agonía o en el sonido de los puñales sobre las carnes.

El crimen es el principal tópico, y no tanto la ambición, como se le ha estigmatizado al libreto en diversos estudios. Pero también hay miedo, y los lectores avezados podrán notarlo mejor en los recuerdos de los personajes por los delitos cometidos, y aun más, hallarán terror, quizás, en la búsqueda necesaria de nuevos vejámenes.

La noche es la propicia dressing table para los homicidios, donde aparecen también los sueños en mayor parte de la trama, evidenciando una de las configuraciones más obsesivas entre las propuestas de Shakespeare: “¡Ojalá estuviera yo con mis víctimas, más bien que entregado a la tortura de mi pensamiento!”. (Acto III, Escena 2)

Por otro lado, pocos podrán negar que el sartal de personajes masculinos palidece frente a la figura de Lady Macbeth. Es ella —en la picota siempre—, quien se alza por encima con la voz fornida que le falta a veces al marido: “Es como aquel puñal que decías que te guiaba por el aire, cuando mataste al rey Duncan. ¡Consejas, tolerables solo en boca de una vieja anciana, al amor de la lumbre!”, le impreca.

Es la mujer viril la que habla, la que incita al crimen; otra muestra eficaz que da cuenta de la ambigüedad y polifonía en los actores del bardo.

Como ha sucedido con buena parte del repertorio de William Shakespeare, incluidas sus comedias, Macbeth —por sus atractivos rasgos universales— ha sido el punto de partida para un rosario de adaptaciones en otras esferas artísticas, con énfasis en el cine. Desde largometrajes rubricados por Orson Welles en 1948, Akira Kurosawa, Roman Polanski (variopintos, sin duda alguna) hasta la impresionante y ultima versión realizada por Justin Kurzel en 2015, dan cuenta de la viveza y trascendentalismo del eterno astro inglés. Es muestra de que, indeed, su world stage sigue deslumbrando.

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Delvis Toledo De la Cruz

Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en 2016.

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