Sexo y alcohol, ironía e irreverencia, dolor y grandeza: Bukowski

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A Charles Bukowski hay que entrarle de frente y sin miedo, sin gazmoñerías ni vergonzantes creencias de descenso de nivel, so caso de deglución.

Aunque hoy subsisten pináculos literarios que no le dan entrada al club de los grandes, bastó que Jean Paul Sastre dijera en los ´60 que se trataba del mejor autor americano vivo, para que el mundo intelectual comenzara a mirar con atención a ese bicho raro salido de un cajón de la contracultura, los beatniks tardíos y el realismo sucio.

Más allá del desplazamiento por su corpus de vulvas, rameras nada respetuosas, constantes emanaciones alcohólicas y falos despampanantes como el del viejo pistolero Big Bart de su cuento Deje de mirarme las tetas, señor, en su obra destaca —cual expresa Víctor Fowler en el prólogo del libro del norteño El estudiante del infierno, publicado por la editorial cienfueguera de la AHS Reina del Mar Editores—,“su vitalismo, la proposición implícita de una fuerza capaz de liberar al hombre de la esclavitud de las cosas, las doctrinas, la mecanización del ser, los rituales que aplastan al amor mismo (…) su irreverencia y constante ironía”.

En lo que más concuerdo con Fowler es en lo último: en la irreverencia e ironía de este hombre nacido en Alemania el 16 de agosto de 1920 (hace hoy cien años), hijo de una natural y de un soldado estadounidense destacado allí, que al llevar a su prole a Norteamérica le dio tantos golpes como solo al pobre Charles le pudieron doler.

Y es natural que tales características tuvieran preeminencia en la escritura de alguien para quien la vida por lo general fue irreverente e irónica. Bukowski, suerte de Woody Allen en variante ultra heavy mala leche de las letras, se invoca a sí mismo en una y otra pieza.

Especialmente interesante para captar sus coordenadas humanas, es este volumen de prosa poética o poesía narrativa compuesto por 36 textos que dan cuenta de las profundas contradicciones, del dolor vital (y a la vez de la capacidad de resistencia, el culto a las maravillas de la vida —y de ellas, la principal las mujeres—, la vivificadora energía) del autor de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y La máquina de hacer el sexo.

En Ciruelas frías, poema de inicio, está el fruitivamente personal sentido del humor suyo. Cuenta la historia de una mujer que, en la cama, le hace una historia estúpida a su pareja; cuando termina la perorata y de paso las ciruelas que comían, el narrador, confeso alter ego bukowskiano, refiere: “Finalizamos las ciruelas, esa fue una historia deprimente, le dije. Entonces ella se inclinó y comenzó a chupármela. Las ventanas estaban abiertas y podías oír mis gritos sobre el vecindario a las 5:30 de la tarde”.

Si bien a veces las ignora o desprecia, o cuando menos las trata displicente o esquivo, siempre tiene el creador de Cartero altar para las prostitutas en su lírica-reflejo de su existencia. Oración en mal tiempos les va dedicada en El estudiante… Su admirador considera que “ellas ablandan a un hombre y luego lo dejan escuchando la lluvia”.

Dichas profesionales y el alcohol fueron, por mucho tiempo, el sustento vital de este hombre atormentado por las burlas que de chiquillo le infligían los chiquillos en el barrio bajo angelino por no dominar bien el idioma; los furúnculos que asaltaban su rostro sometido a un acné guerrerista que producto del stress excesivo le marcó su cara en la adolescencia, para siempre; los maltratos eternos de su padre hasta los 16, cuando su puñetazo de respuesta terminó años de infinitas golpizas. No en balde, hasta su muerte Bukowski guardó la correa con la cual aquel hombre irracional dejaba cárdeno su joven cuerpo.

En El estudiante del infierno hay un puesto reservado a su progenitor. La poesía se intitula El matón: “Actualmente yo pienso que mi padre estaba loco, la manera en que manejaba su automóvil, tocando la bocina, maldiciendo a las personas, la forma en que se metía en discusiones violentas en lugares públicos por los incidentes más triviales; la manera en que le pegaba a su único hijo casi diariamente por la provocación más ligera”.

Y también da el orden al bate de sus más sagrados panteones literarios: “Puesto que Hemingway ha estado metido en una depresión y no puede más darle a una curva, lo estoy bajando al sexto puesto. Estoy poniendo a Céline como cuarto bate, es irregular pero cuando es bueno no hay ninguno mejor. A Hamsum voy a utilizarlo en el tercer puesto, le pega duro y frecuente. Noveno, bien, como noveno usaré a E. E. Cummings, es rápido, puede pegar un roletazo. Pondré a Pound como segundo, Ezra es uno de los mejores en cuanto tacto y velocidad en todo el negocio.

El quinto puesto se lo daré a Dostoievski, es un bateador pesado, grande con hombres en base. El séptimo se lo daré a Robbinson Jeffers, ¿se te ocurre alguien mejor?, puede perforar una roca a 350 pies. El octavo puesto, tengo a mi receptor J. D. Salinger, si podemos encontrarlo. Y para lanzador ¿qué tal Nietzsche?, ¡ese sí es fuerte!, se la ha pasado rompiendo todas las mesas en el cuarto de entrenamiento. ¿Coaches?, tomaré a Kierkeegard y Sartre, tipos sombríos, pero ninguno conoce este juego mejor. Cuando los de este equipo estemos en el terreno, todo ha terminado, señores. Vamos a patear algunos culos, muy probablemente el tuyo”. De cabeza, un primer bate que no por obliterado ignoramos quien.

Ácido, corrosivo, excéntrico, iconoclasta, escabroso, duro, directo, desprejuiciado, lúdico, lúbrico, ese es Bukowski, alguien que por serlo le hacía ascos a algunas editoriales, pese a sus múltiples libros. A propósito, Ben Pleasante, famoso crítico literario, escribió en Los Angeles Times: “Es posible que sea el mejor poeta de su generación, pero los estudiosos, las feministas y los comentaristas de los principales revistas y diarios estadounidenses prefieren ignorarle. Mientras tanto se escribe acerca de él en Le Monde, el Times Literatura Suplement, el Spiegel, el Stern y en muchos diarios de Europa”.

 

Al morir de leucemia, en 1964, lo anterior había cambiado de modo sustancial en algunos círculos de los Estados Unidos; no en todos. En lo que sí se han puesto de acuerdo especialistas y lectores de ambos lados del Atlántico es que el viejo Buck o Hank, fue y seguirá siendo otro de los imprescindibles.

Más que loable, pues, esta edición de Reina del Mar, al cuidado de René Coyra, con la selección, traducción, prólogo y epílogo de Víctor Fowler. Una sobria delicattessen lista para irse al bolsillo del interesado por modestos cinco pesos. Los pocos que siempre tuvo en su cartera el gran Bukowski.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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