Secretos del corazón: nostálgica urdimbre de una sinfonía iniciática

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Una de las películas españolas de mayor nobleza y otros dones de espíritu de la década de los noventas es Secretos del corazón. Su profunda inserción en el universo de las indagaciones infantiles la emparentan con exponentes ineludibles de dicha cinematografía como El sur, Cría cuervos, El espíritu de la colmena, Demonios en el jardín o La madre muerta, pero dentro de esa más o menos “mismisidad” temática existen en sí signos diferenciadores que la transportan a un enfoque otro y la virginizan para procurar una entrega donde huelgan referentes y sobresale, ante todo, la inefabilidad de lo auténtico.

El lustre mayor y elemento identificador de la personalidad de este relato fílmico de trazo lineal, cuyo punto de vista parte de la pupila del personaje de un niño, proviene de la organicidad con que queda analizado el encuentro, conocimiento, desciframiento y aceptación por ese pequeño del mundo adulto. Sin ser un filme simbólico, defínense señales recurrentes que, más allá de las palabras, le hacen saber a nuestro Javi de las fronteras entre la inocencia y los secretos despejados: una de las frecuentes puertas entreabiertas que habitan la arquitectura espacial de la obra -cuyos visillos de luz acaso indiquen la calle al futuro- le convence, desde sus gemidos atrapados, que el despeñamiento de la pasión causa vendavales de inconfesables consecuencias en el corazón. Entre ese río de piedras que precisa aprender a cruzar, esos actos de mayores que ha de imitar, discurrirá el arco de la existencia física y espiritual que de momento tensará una criatura maravillosa magistralmente configurada en un guión hábil, minucioso, coordinado en cada lance y recoveco.

Resulta crucial a efectos dramáticos la escena en que la tía María le impulsa a cruzar ese río que, una vez vencido, demarcará el límite entre el territorio ya dejado atrás de la cobardía infantil y el del arrojo regalado por la edad; también la linde entre el instinto y la razón. Como fundamental resulta la secuencia en que Javi engaña a los curas: miente, puro pragmatismo gamberro, para conseguir un objetivo: aprendió la lección de “los grandes” y exterioriza lo palpado. Destruye la telaraña que observa el espectador en la pantalla porque descubre, con sus ocho años, que a veces la existencia puede semejar una de ellas que escinda cursos e impida obrar. La escena del apareo de los perros, en tanto, marca los visos de la madurez de pensamiento; mientras que la niña que por unos duros semidescubre su entrepierna ante el desconsuelo de sus dos pequeños observadores, rotula la ilusión trunca derivada de atropelladas precocidades. En tal cuerda de dicotomías sentimentales, sensoriales, perceptivas se mueve la cinta de Montxo Armendáriz.

Película de detalles, especialmente eficaz en su manejo del sobrevuelo, cautivante en su lluvia de sugerencias, inteligente para escapar de lo explícito, inusual en la capacidad del sobredicho, Secretos del corazón (1997)vivifica ese género tan poco poblado como casi mítico en España de la pieza fílmica con niños que observan el universo de los mayores. El realizador y también guionista Armendáriz vivencia las aproximaciones de un menor a la verdad y la mentira del planeta de los mayores, descubre el marchitar de la inocencia, mientras la trama comparte metraje en husmear los misterios en derredor a esta familia, sesentiana y pueblerina, tras de los cuales, en fin de cuentas, podrían estar armándose muchos de los misterios de este mundo.

Estamos frente a la nostálgica urdimbre de una sinfonía iniciática trasladada a la pantalla con bemoles precisos por la mano maestra de uno de los grandes autores ibéricos contemporáneos, alguien a quien casi le costó perder el pelo encontrar financiamiento para este proyecto cuyas hojas se decoloraron de tanto andar con su guión bajo el brazo. Un director que no solo sabe narrar con vehemencia, rigor y soltura, sino que además sabe extraer composiciones memorables de sus intérpretes, como la elaborada por Carmelo Gómez aquí y sobre todo la del niño nombrado Andoni Erburu que encarna a Javi, el protagonista absoluto de este filme que concentra en sus imágenes un poco del asombro, la curiosidad y la paradójica felicidad tristona que embargan el alma a través de la infancia ante cada acto develatorio de la vida.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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