Réquiem (prematuro) por un puente jubilado (+Galería)

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El puente del que me animo a contarles nada tiene que ver con una leyenda cinematográfica. O sea, no voy a escribir de uno de los puentes maderables de Madison, Ohio.

Nada tengo que ver con Robert Kincaid, ni siquiera atesoro una cámara Nikkon, y mis mejores sueños nunca asieron el talle de la reina Meryl.

Pero esto va de puente. Uno sencillo, que una vez fue utilísimo como toda pasarela que se respete, desde que un pueblo primitivo descubrió la ganancia de un robusto tronco acostado sobre los horcones de dos orillas fluviales.

En cuanto lo vi, el desaliñado viaducto pareció que me guiñaba su cansada pupila ferrosa en reclamo de unas letras. Tal vez un réquiem anticipado.

Y supe que correspondería a su súplica silenciosa en cuanto, sin ser yo míster Kincaid, le tomé la primera foto una mañana de sábado con sol, con un celular de gama media a falta de la Nikkon.

En una de sus columnas exteriores un grafiti perpetúa una declaración de amor, de esas clásicas que comienzan con Te, aunque el tiempo ya borró el nombre de alguien con tanta suerte.

Por debajo de su mutilado espinazo discurren verdes y mansas las aguas que un día de la primavera antigua de 1988 fueron furia aliada de la muerte.

¿Cuántas toneladas de azúcares, mieles, trigo o arroz pasaron sobre su lomo metálico cuando era joven y apuesto? Estadística imposible que no le quita un gramo de gloria.

Lo bello siempre tendrá quien le cante. Un puente jubilado puede esperar el derrumbe total de su esqueleto sin una crónica que perpetúe su paso ejemplar por esta tierra.

Al viejo puente ferroviario de San Lázaro, tendido todavía sobre la fetidez del arroyo Inglés le sucede como al viejo coronel garciamarquiano.

Bueno, le sucedía.

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