Quinceañeras

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Con independencia de sus conceptos revisables y de mi visión personal crítica en torno a prácticas colaterales del ritual -que aquí no tengo espacio ni resulta el objetivo consignar-, es la celebración de los quince años en la adolescente una popular tradición latina. En su variante actual cubana, lleva implícita varios ceremoniales, de los cuales resulta parte clave la (s) tanda (s) de fotos.

Son numerosos los estudios del país dedicados, entre otras funciones, a guardar para la posteridad esas instantáneas tan añoradas por la familia y, especialmente, por la niña; porque eso son lo que son a esa edad: niñas.

El hecho obvio de que las personas dedicadas al oficio brindan un servicio comercial donde prima el beneficio económico y, en primera instancia, ellas deban cumplimentar los deseos de los clientes, no implica no establecer su debida jerarquización. Hay creadores, aprendices y pasantes. Gente capaz de bien encauzar; o no. Por fortuna, las recientes fotos de quince de mi hija fueron tomadas por dos de los primeros: Alicia y Adrián, pareja local autora de álbumes de referencia, esmerada en la ejecución de imágenes cuyo signo distintivo en nuestro caso resultó la delicadeza, la sensibilidad y el buen gusto.

A propósito del citado evento familiar, la razón paterna me condujo a apreciar infinidad de catálogos digitales de fotos de quinceañeras. De varias provincias y de la capital. Parte de las muestras son pedestres; sin valor técnico, artístico o sentimental alguno y éticamente nocivas. Las gráficas delatan manquedades estético-culturales de determinados fotógrafos como (y esto es cuanto más preocupa y por lo tanto en lo que se centrará el comentario) su opción de machihembrar la propuesta creativa a un imaginario social tendente a reforzar la sexualización en la infancia, en tanto parte de la cultura de consumo y espejo de imágenes audiovisuales que legitiman mediante signos de evidente compromiso ideológico el sometimiento femenino a patrones instaurados por el machismo extremo. Más que fotos a niñas-adolescentes en una de las etapas más bellas, nobles y emocionalmente indefinidas de sus vidas, asemejan catálogos para pederastas que recibirían la repulsa internacional debida si poseyeran exposición pública en Twitter, puesto que otros exponentes de mucho menor calibre las tienen cada día en esa red social.

Tales imágenes poseen sus referentes más directos en la sensibilidad trashy, en la publicidad comercial de mayor carga de erogenización, en el soft-core o porno blando, en fotogramas de recordados filmes no dirigidos a un público infanto-juvenil, en “ecos” replicantes de modas ajenas (en castellano callejero: oyeron campana y no saben dónde) y en los video clips de reguetón o trap, cuya decodificación semiótica induce -lamentable e irremisiblemente- a barajar la teoría de que siglos de logros sociales del sexo femenino estarían en peligro de irse a la bartola si se sigue proponiendo cual alternativa válida y “normal” el ofrecimiento de la jovencita como mero objeto sexual al servicio del amo que las trata como otra más de las mercancía compradas con esos dólares que tira sobre las espaldas de su harem.

Los padres (más que los fotógrafos, por supuesto), tienen crucial responsabilidad en el asunto.

No es la “moda”; ni “lo que se usa”; sino tan solo lo que te (les) están induciendo otros. Caso contrario, en ocasiones son las muchachitas quienes solicitan las fotos. Entonces los progenitores no les pueden imponer su criterio; pero tampoco complacerlas a costo del decoro. Deben explicarles la importancia inigualable de su dignidad, el respeto total que merecen como representantes del sexo femenino y en tanto seres humanos.

En una foto de quince su hija no tiene que estar disfrazada de personaje sado-maso de Cincuenta sombras de Grey; no tiene que sujetarse a un tubo en una barra de stripper (son las bailarinas nudistas de los clubes occidentales); no tiene que estar atada a una pira en plan de castigo; no precisa modelar mojada y enjabonada con una manguera, lavando el auto ante la mirada complaciente -el adjetivo aquí es puro eufemismo- de su dueño; no está obligada a ir vestida con envoltorio y lazo de regalo para entregarla al “partido” en determinada celebración; su hija no debe cumplir con el imperativo de emular a Nicki Minaj en el clip de Anaconda (esto es con los glúteos alzados y la cabeza gacha)…

Ha de tener en cuenta, por otro lado que, aunque el acto no posea intenciones perniciosas sino comerciales o promocionales, al ser distribuidas como muestras de exhibición tales fotos pueden emplearse internacionalmente en fines espurios a través de determinadas redes.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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