¿Quieres tener tus propias cebollas en macetas?

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Usted coincidirá conmigo en que la cebolla es uno de los condimentos imprescindible en la cocina, tanto por el sabor que le aporta a las comidas, como su valor nutricional. Por lo general el bulbo se adquiere en el mercado; empero, con un poco de paciencia, tiempo y voluntad puedes cultivar la Allium cepa, por su nombre científico, en tu pequeño huerto familiar.

Si bien es costumbre sembrar la planta en canteros, también macetas de barro o recipientes plásticos desechables pueden ser útiles en el empeño. Entre las ventajas de tener a la mano tan universal especia, está el hecho de que no requiere grandes cuidados y, además, puede plantarse prácticamente durante todo el año y tenerlas frescas para usarlas en todos nuestros platos.

Manos a la obra

A la hora de elegir la maceta debemos tener en cuenta que las raíces no son demasiado profundas, así que con que tenga unos 20 centímetros de profundidad será suficiente. En cuanto al tamaño, dependerá de la cantidad que vayamos a plantar, pues hay que dejar unos doce centímetros entra una y otra.

Aunque se suelen sembrar todo el año, las mejores épocas para depositar la semilla o el bulbo, de acuerdo con un artículo publicado en el sitio web trucosjardineria.com, es de diciembre a marzo la “de días largos”, como se conoce esa variedad, y se pueden empezar a recolectar en verano. Estas son las más recomendables para plantar en el hemisferio norte. En tanto, de agosto a octubre deben colocarse en tierra la simiente de las llamadas “de días cortos” que se recogen en invierno y son más aconsejables para la parte sur del planeta.

Una vez que tengamos lista la maceta con tierra fertilizada, debemos plantar las semillas (o enterrar los bulbos) a unos tres centímetros de profundidad, con una separación de unos 12-15 centímetros, y compactar la tierra sobre ellas, pues se dan mejor cuando el sustrato es firme. Justo, después de la siembra debemos regar pero sin encharcar, ya que es un cultivo que no requiere de mucha agua. Se recomienda colocar el receptáculo en una zona lo más soleada posible, pero sin temperaturas extremas; lo óptimo resulta que no se superen los 30ºC.

Las semillas tardan unos quince días en germinar y durante ellos es cuando más irrigación necesitan, así que hay que regarlas ligeramente a diario, pero una vez que se han formado los bulbos ya apenas necesita del líquido y basta con rociarlas cada diez días o un poco menos si vivimos en un sitio muy seco.

Como en casi todas las hortalizas, hay que cortar las flores según van saliendo para que los bulbos crezcan fuertes. Sabremos que están listas para preparar la cosecha cuando las hojas empiecen a amarillear. En ese momento, deben retorcerse las finas ramas casi a la altura de la tierra y dejar de regarlas. A partir de que hagamos esto, empezará la maduración.

Luego, pasados un par de días levante ligeramente los bulbos con cuidado de no romper la piel y sin desenterrarlos del todo. Cuatro o cinco días más tarde se desentierran del todo y se dejan secar al sol sobre la tierra durante quince días.

Cuando las cebollas estén secas ya se pueden recoger y atar (bien a un cordel o formando una ristra con los tallos) y dejarlas en un lugar fresco y aireado; así se conservarán mucho tiempo. Ojo de no guardar nunca al lado de las patatas.

Una verdura milenaria esencial

El origen primario de la cebolla se localiza en Asia central, y como centro secundario el Mediterráneo, pues se trata de una de las hortalizas de consumo más antigua. Las primeras referencias se remontan hacia 3 200 a.C. y fue muy cultivada por los egipcios, griegos y romanos. Durante la Edad Media adquirió popularidad en los países mediterráneos, donde seleccionaban las variedades de bulbo grande, que dieron origen a las modernas.

En cuanto a su morfología, la planta presenta un sistema radicular formado por numerosas raicillas fasciculadas, de color blanquecino, poco profundas, que salen a partir de un tallo a modo de disco, o “disco caulinar”; este presenta numerosos nudos y entrenudos (muy cortos), y a partir de él salen las hojas.

Las hojas tienen dos partes claramente diferenciadas: una basal, formada por las “vainas foliares” engrosadas como consecuencia de la acumulación de sustancias de reserva, y otra terminal, formada por el filodio”, que es la parte verde y fotosintéticamente activa del vegetal.

Las vainas foliares engrosadas forman las “túnicas” del bulbo, siendo las más exteriores de naturaleza apergaminada y con una función protectora, dando al bulbo el color (morado, blanco y amarillo) característico de la variedad. Los filodios presentan los márgenes foliares soldados, dando una apariencia de hoja hueca. Las hojas se disponen de manera alterna.

El bulbo de la Allium cepa está compuesto por células que tienen un tamaño relativamente grande y poseen formas alargadas u ovaladas. Dichas cavidades se encuentran unidas entre sí por una sustancia llamada péctico (que es producida por la pared celular), cuya función es darle estructura firme y protección al fruto.

Otra característica muy importante del bulbo es que su estructura consta en su mayoría de hojas; es decir, los nomófilos de la planta, que surgen de un tallo abreviado o disco apenas perceptible y cuyos nudos y entrenudos están muy juntos. Estas hojas se distinguen en bases foliares o vainas de reserva y en vainas de protección (hojas apergaminadas que recubren todo el bulbo).

Al trocearla y romperse sus células, unos aminoácidos con grupos sulfuro contactan con unos enzimas específicos y se produce sulfóxido de tiopropanal, una sustancia irritante que tiene como objetivo la defensa frente a depredadores. Ese es el motivo por el cual es conveniente cortarlas bajo un chorro de agua para no “llorar” mientras preparamos el condimento.

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Armando Sáez Chávez

Periodista de la Editora 5 de Septiembre, Cienfuegos, Licenciado en Español y Literatura y Máster en Ciencias de la Educación

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