Pleamares y plenilunios

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Una vez le escuché decir a mi abuelo José que la luna llena de enero era la más luminosa del año. Los recuerdos son como pespuntes que zurcen los rotos del alma. A lo mejor la reminiscencia dista de la frase exacta, pero así se presentó al momento de comenzar a trazar estas líneas bautismales.

Las mareas altas del Pacífico en el istmo centroamericano son una de esas conjugaciones de belleza y violencia que solo la naturaleza puede bordar en un cuadro que impresiona para siempre.

En Pochomil y Poneloya el Pacífico besa con tanta furia la tierra turística de Nicaragua como si quisiera desmentir el nombre que le endilgó el navegante portugués Fernando de Magallanes al charco más grande del globo nuestro. Fuerza que se multiplica en horas de la marea alta. Como si los corceles que tiran de la carroza de Neptuno se hubieran desbocado y sus cascos delanteros coronaran el penacho de las olas aplastantes. Por suerte las finísimas arenas negras acarician la huella del caminante enamorado de la vitalidad de la pleamar.

Por obra quizás divina, las noches de plenilunio en mi infancia rural y las pleamares del Pacífico, guardadas en el zurrón de emociones que recién me traje de Nicaragua, se fundieron en un abrazo bueno para bautizar este espacio; la cuarta aventura de su tipo que me invitan a emprender en este taller del verbo donde hace casi 35 años comencé mi carrera de aprendiz de albañil de la palabra.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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