Planeta Terror: personal pero discutible reivindicación de lo cursi

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El realizador chicano Robert Rodríguez, quien se ganó la categoría de niño terrible del cine El mariachi mediante (aunque después fuera criticado severamente por la crítica a causa de Desperado, El diablo sobre ruedas o Del crepúsculo al amanecer, cinta esta última sin embargo nada despreciable a juicio de quien escribe), incursionó hace casi una década en el teenterror u horror adolescente a través de Terror en la Facultad.

Paradójicamente, el escaso presupuesto le avivaba el talento a Rodríguez. El dinero que le dieron para rodar Terror en la Facultad se lo anuló. Junto al guionista de Scream, Kevin Williamson, preparó un batido con trozos de esto y aquello. Había aquí un poco de las películas de ciencia ficción de los años cincuentas, de The Puppet Master, de La noche de los muertos vivientes y hasta de Curso 1999, el filme de culto de Mark Lester.

Pero esta película del subgénero de “bichos que progresivamente se van adueñando de un sitio” -en su día podía ser un campamento militar u otro lugar, ahora se trata de un centro docente- no resulta divertida, su consistencia dramática es débil y confirmaría que si alguna vez el realizador dio muestras de inventiva en el manejo de los géneros, a ciencia cierta a esta (aun temprana) altura ya no lo parecía.

Por mucho que algunos remachen lo contrario, nunca he creído que Robert Rodríguez sea un verdadero auteur. Quizá hubo indicios de ello en los tiempos germinales de su cine, los años de El mariachi (1991) y en la arbitraria pero chispeante Del crepúsculo al amanecer. Películas hechas con escasos dólares, pero con enorme fruición creativa, en las cuales si algo quedaba demostrado además de sus condiciones como narrador, era su increíble capacidad para —a partir de una obvia cultura cinéfila—, articular en el discurso ordalías integradoras de cruces genéricos, de movimientos, textos y nombres claves o no de este arte: un no por alborozado, menos fundido pastiche gigante que, falencias aparte, funcionaba sobre todo a causa del aire de independencia circundante.

Como aquel cine de reducido presupuesto -más por su pinta de serie B y las funciones todoterreno del realizador: director, guionista, fotógrafo, editor…, que por otra cosa- surtió efecto en taquillas, la industria absorbió al hombre y, ya a lo grande, dentro del gran Hollywood, parió la insufrible trilogía Spy Kids, la no más pasable La niña de lava y el niño tiburón y ese bodrio llamado Érase una vez en México (2003). Filme con el cual cierra la trilogía del personaje del mariachi, iniciada a través de la película homóloga del ´91, luego continuada mediante Desperado (1996).

Sobre la tercera entrega dijo Rodríguez: “Es una película muy extraña, como despertarse después de haber tomado demasiado tequila, y preguntarse ¿Dónde rayos estoy?”. Nadie lo hubiera podido decir mejor que el padre de este engendro supuestamente interesado en rendir homenaje al spaghetti western ya desde su sergioleoneano título, aunque en verdad tan solo el vehículo de turno para remarcar el concepto del espectáculo por el espectáculo y la violencia gratuita que definen la última franja de la obra del realizador. Si bien lo hiperbólico, lo inverosímil son llaves decodificadoras para comprender su obra, ya Rodríguez envanecido por elogios y taquilla rebasa los límites, descarriándose tanto que confunde al cine con un campo de tiro. Ésta ha sido hasta el momento la película argumentalmente más deplorable de su filmografía, la más inorgánicamente planteada en su estructura diegética: todo un desastre.

Pero de manera autosalvadora, RR tuvo notables pasajes de redención en su peculiar visión del cómic que es Sin City, para airear una filmografía necesitada de oxígeno la cual, sin embargo, de nuevo vuelve a mostrar síntomas de ahogo ahora en su Planeta Terror, de 2007.

Esta cinta, que forma parte del paquete doble Grindhouse (título alusivo a las salas de cine que mostraban dos o tres películas de baja calidad por el precio de una) acabado con la tarantínica Death Proof, no cuaja de cabo a rabo en su intención marcada de de homenajear/parodiar a las películas de serie B, de relleno, cintas de kung fu mal dobladas, spaghetti westerns de la peor calaña, efectos de baja calidad, diálogos y tomas kitsch, el porno suave setentero, las piezas germinales de violencia extrema, el gore barato y todo el exploitation movie de los años sesentas y setentas en la amplitud de su gama.

Rodríguez intenta a través de la flagrante reivindicación de lo cursi que es Planeta Terror toda, redimir ese cine, al tiempo que explora en los entresijos de la cultura basura de una forma que -por epitelialmente referativa- sofoca; pero para lo primero, no le sería prudente olvidar el hecho de que no todo receptor tiene en tal alta estima ese cine al cual rinde tributo (como el caso de este cronista), y para lo segundo estaría mejor un documental o un buen libro investigativo que esta lujuriosa carnicería presuntamente puesta en armas para defender cuánto de libertad o energía tendrían las pantallas aquí citadas. Asunto que podría ser pertinente avalar si, vista en conjunto, dicha posibilidad se hubiese revertido en cintas estimables: pero, sin restar mérito a mucho de lo bueno entregado por la serie B, la mayoría de lo aquí reverenciado es pura mercancía del olvido, hecha en su momento para usar y tirar, venderla al instante y olvidarla mañana, por mucho que se empeñe en cuestionarlo este creador en sus episodios de veneración.

Sobre el tema de la invasión de zombies en tono serio nos sobra con muchas de las películas del clásico del género George A. Romero y otras del maestro John Carpenter, o la inglesa Exterminio, por citar una de las más recientes de dicha vertiente terrorífica (Por cierto, en Planeta Terror a Rodríguez se le va la mano en su adoración a ambos paradigmas del horror: más que guiñar, copia abiertamente en escenas completas a los realizadores de La noche de los muertos vivientes y Fantasmas de Marte, respectivamente). Si la cosa va en son de relajo, pues prácticamente todo lo dijo la lúdrica Shaun of the dead hace bien poco. De modo que, aparecerse a estas alturas Rodríguez con este vodevil sangriento, pese a que confesamente vaya en tono de mofa (cosa que no me creo del todo), nada le aporta a la carrera de este hombre, quien debiera estar ahíto de tales ambivalentes experimentaciones y surcar otros cauces, para bien suyo y de sus seguidores.

Para contemporaneizar un tanto el asunto de los zombis, el realizador los convierte en mutantes infectados por una extraña enfermedad que parece provenir de experimentos militares en las guerras imperiales de conquista en Asia, con lo cual intenta imprimirle un sesgo de actualidad y hasta (querría él así se leyera) determinada perspectiva política al relato, pero la decisión, meramente oportunista, ni le pone ni le quita a su invasión de cuerpos reventados en un pueblito texano.

Planeta Terror estuviera a pasos de la ignominia absoluta, de no socorrerla la espléndida imaginería visual de Rodríguez, puesta de manifiesto en escenas tan soberbias como el encuentro en el puente, o las secuencias del paso de los no infectados a través de carreteras repletas de muertos vivos. Y, además, la gozosa incorporación del personaje de la ex bailarina nudista Cherry Darling, quien pierde una pierna, y de forma inicial le colocan un palo con el cual literalmente le saca los ojos a un militar con el pene derretido, el cual no se sabe bien de que forma la pretende violar (fruicioso Quentin Tarantino en el papel); y después sustituye a la madera una ametralladora con la que causa más muertes que Rambo en Afganistán. Por divertirse con las travesuras de Rodríguez con la francotiradora coja encarnada por Rose McGowan, cuya divisa es: “Mejor renca que manga”, vale ya la hora y media del filme. Sin olvidar lo de la cinta con trozos granulados, los segmentos derretidos durante la proyección, la escena que se corta súbitamente y sale el ocurrente anuncio con la disculpa porque se ha perdido una de las bobinas: jocosidades que también se le agradecen al realizador, no solo por hacernos sonreír, sino porque no aparecen en balde, sino en función directa del sentido de la narración. Mas, son meros aderezos a una sopa rancia e insalubre.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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