Penumbras, un filme minimal cubano

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Personajes es el renglón más deficitario, cuanto más demanda la pantalla mundial, y nacional, del siglo XXI. Si estos pueblan, como bono de valor, esas también cada día más escasas historias de calibre literario subyugadas por aprehender los conflictos humanos -casi las únicas donde ellos pueden mudar ante la escena las mil capas de cebolla que envuelven la verdad final de todo ser humano singular, real o fictivo cual resulta el caso-, pues adquiere trascendencia doble lo propuesto por cualquier realizador. Son dos elementos aliados de Charlie Medina en su drama psicológico Penumbras (2012), opera prima cinematográfica del creador televisivo convertida en el más reciente estreno de la pantalla cubana.

Es cierto que lo anterior pudiera parecer más fácil para él y el guionista Carlos Lechuga aquí, en tanto la película posee de respaldo precedente el sólido -y seguido con fidelidad- texto teatral de Amado del Pino, Penumbra en el noveno cuarto; e incluso, Omar Franco, el actor protagónico encargado de mantener en cartel con éxito dicho montaje (quien por ende conoce cada palmo del personaje) es el mismo responsabilizado con asumirlo otra vez en la versión fílmica. Pero eso no le resta mérito alguno a la plausible labor de dirección cinematográfica emprendida por Medina ni a la obra fílmica, per se.

Muchos naufragaron en el intento de trasuntar al cine exponentes de la escena. No lo hace este director, ni se deja atrapar en el -a estas alturas ya por muchos realizadores afortunadamente salvado- círculo vicioso creativo de narrar en el arte de los Lumière mediante los mecanismos del arte de Thalía, merced al correcto manejo visual buscado por Charlie y el fotógrafo Roberto Otero a la situación dramática (angulación, encuadre, croma se convierten en unidad encomiable para el feliz maridaje de aquella expresión con lo específico cinematográfico dentro de un blanco y negro oscuro, crudo, polisémico); así como en virtud de las composiciones generales de todo el equipo interpretativo, cuyos cuatro integrantes solo por momentos muy fugaces sucumben al parlamento de sesgo teatral, pero en sentido general regalan fecunda aportación actoral de forma colectiva.

Son los 90. Pepe (Franco) trabaja en una posada de mala muerte, con perdón del pleonasmo, doble la redundancia al reparar en la época. Su pasado de dolor, abuso infantil, cárcel, supervivencia, encuentra aliviadero en peculiar mecanismo de drogadicción. La pasión suya se enciende, su cuerpo se electriza cuando habla y piensa de béisbol: amor, refugio y además otra droga sustituta, del espíritu. El arte de las tres bases y el home guarda similitudes con la experiencia del personaje para ganar, o sortear, la jugada de vivir: estrategia, fuerza, resistencia, valor, seguir adelante aunque estés contra el piso. En él, ese deporte supera la afición; roza la idolatría. Su cabeza asemeja un diamante por donde pasan a noventa millas ráfagas de pensamientos y vocablos mejor o peor razonados. Algunos regurgitados del pecho, otros casi escupidos como salivazo del pítcher a la espera de su tiro.

Justo con un serpentinero por sí aclamado se encuentra cierta noche en aquel tugurio de sábanas infieles, ron barato, tinieblas y voyeurismo en la pared. El lanzador Lázaro Prado (Tomás Cao), quien atraviesa una crisis de fe en sí mismo, tiene pavor de que su brazo no encuentre la fuerza necesaria para posponer el retiro y con tal ida del deporte solo hallar el posible, terrible, anonimato de alguien incapaz de hacer algo más que jugar pelota. Desprovisto del fuego o de la urgencia del típico visitante de estos sitios, el hombre viene al motelucho a hacer el amor, o intentarlo, con quien mejor lo ha entendido durante la última parte de su vida: Tati (Ismercy Calderón), bailarina a quien conociera en Japón durante tiempos de gloria; a su lado aun en horas bajas.

Entre sus soliloquios habituales, la rutina de labor y conversaciones a compañía de vela con el compañero de trabajo de la posada -Renato, interpretado por Omar Alí-, Pepe primero cree advertir en  dicho visitante a alguien conocido, hasta que adquiere la certeza total. Al salir del cuarto rentado, lo interpela. El pítcher sabrá, en segundos, que en este hombre cuenta con mucho más que uno de sus grandes fanáticos.

El filme, estructurado capitularmente en nueve innings, como si un juego beisbolero fuese, comenzará a interesarse en lo adelante por el triángulo emocional, sentimental entre el posadero, el lanzador y su pareja. El guion conecta de forma abrupta la forma en que Tati llega a casa de Pepe. Pese a no estar fabricada de buena manera fílmica tal transición, no obstante constituye el pie de la progresiva compenetración psicológica entre ambos, amén de base para la ayuda humana de Pepe a Lázaro.

De alguna manera, el deportista supone una suerte de ideal para el protagonista y lucha por menguarle sus baches emotivos, desde el profundo autoconocimiento del trato con el desamparo experimentado en carne propia por un sufridor de ley. Es la generada entre ambos personajes masculinos una relación bella, noble, pero a la vez complicada, entendida entre dos necesitados complementados por obra de entrega dual. El espectador se la cree, te convence el conflicto de esta gente. Compartes su zozobra.

La película, por añadidura, cuida y no descuida ninguno de sus rubros técnicos, como tampoco su tono, su tempo, su cosmos, su (s) ambiente (s). Es una pieza de cámara, minimal, un pequeño filme de cuatro pesos, pero digno y meritorio, el cual puede considerarse otro acierto para la carrera de Medina.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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