Penny, Penny, Penny…

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Tanto el cine como la televisión norteamericanos han apostado a través de diversas cintas y teleseries humorísticas por observar, sin condescendencia y sí provistos de una atención —en ciertos ángulos de forma para algunos rara, mas explicablemente halagadora—, a esa generación geek madurada al calor del ordenador, el videojuego, los comics, la escasa interacción social y las para varios de ellos sombras omnipresentes, totémicas, de Star Trek: Th e Original Series (Gene Roddenberry, 1966-1969) y Star Wars (George Lucas, 1977).

Decía arriba lo de “explicablemente”, porque dicho retrato audiovisual del nerd, inmaduro, encapsulado, niño eterno, queda articulado a partir de la reivindicación. Con conocimiento de causa de lo examinado, complicidad. A sabiendas de que, en no pocos casos, los propios guionistas o realizadores compartieron los mismos modelos de vida, gustos, paradigmas, humillaciones de sus compañeros escolares y éxito profesional posterior de aquellos inefables bichos raros infanto-adolescentes.

Fenómenos multidimensionales, ignotos para la humanidad debido a la indiferencia o desprecio hacia ellos; o desinterés personal por salir de su crisálida. También —no nos llamemos a engaño al analizar cualquier expresión producida en EUA— el fervor responde, en ocasiones, a las respuestas culturales con arreglo a lo políticamente correcto (lo mismo en los temas racial o de identidad sexual), dada la proyección e imagen actual de un antiguo modelo de friki en la pirámide social: los fundadores de Microsoft, Google y Facebook (poderosos emblemas del post capitalismo imperial hoy día) fueron, en su etapa larval, redomados fenómenos, asociales, metidos dentro de su concha. Hoy son asquerosamente ricos e increíblemente exitosos.

Estas películas o series están traduciendo de algún modo, desde hace bastante rato ya, la venganza/victoria de cierto tipo de nerd dentro de la sociedad yanki. Exhibida, por suerte, desde su inicio en la TV cubana, La teoría del Big Bang (The Big Bang Theory, Chuck Lorre y Bill Prady, CBS, 2007-actualidad) es una comedia doméstica de situaciones —sitcom— habitada por cuatro nerds entrañables y una vecina, antítesis absoluta de ellos, de cuya confluencia se establece el delicioso efecto cómico desprendido tras la interrelación coloquial y física entre un universo cerrado, fuertemente codificado en cuanto a inherencias icónicas/dialogísticas/culturales en sentido general; y otro con decálogo/argot/ talante/brújulas surgidas de la pura calle, lo común o la cándida sencillez de un ciudadano ordinario no sujeto a ritos, manías o poseedor de espadas láser ni juguetes de Spock, el personaje de Star Trek.

Nuestros Sheldon, Leonard, Wollowitz y Koothrappali son cuatro personajes bordados con extrema inteligencia y sumo cariño por el incomparable Chuck Lorre: creador capaz de granjearse mediante esta serie, según criterio del firmante, el mayor éxito de su carrera y componer sus más rotundas creaciones humanas fictivas. Ahí está, ante el espectador que las ha seguido durante las diez temporadas, su curva de evolución, tipología, dibujados mediante detalles indelebles. Su perfil volitivo, casi las calidades taxonómicas. Su fragilidad, calidez, apocamiento, obsesiones, traumas, egolatría, sapiencia, lejanía de las convenciones sociales pero a la vez necesidad, curiosidad y atracción hacia estas cautivan. Gracia agenciada merced tanto a los sólidos rasgos identificadores con los cuales fueron concebidos en el guion como a la defensa interpretativa del excepcional Jim

Parsons, Johnny Galecki, Simon Helberg y Kunal Nayyar, en igual orden de personajes antes citados. Sin demeritar a la Kaley Cuoco encargada de interpretar a la vecina —personaje el cual funciona como puente o bisagra hacia el exterior— quien le canta la nana del gatito feliz a Sheldon: el friki más delicioso de la historia de la pequeña pantalla, que a su vez le toca a la puerta con los tres correspondientes Penny, Penny, Penny…

Heredera de Seinfield, de las mejores tradiciones del sitcom, La teoría del Big Bang sabe captar tono exacto, nervio, tiempo de la comedia pura. Todo transcurre plácido, como si volase el metraje; cada elemento deleita en los 20 minutos, ya desde los 19 segundos fabulosos de presentación. No le sobra un gag, no requiere un personaje más, salvo los secundarios necesarios u ocasionales cameos entre los cuales han colado al mismísimo Stephen Hawking, el teórico de “la gran explosión”. Las escenas donde el científico ha salido junto a Sheldon Cooper resultarán antológicas para los seguidores de la serie, decenas de miles en Cuba, millones en el mundo. Veinte de ellos ven el capítulo en directo solo en EUA.

La teoría del Big Bang quizá podría alejar a ese espectador al cual le haría ascos el submundo donde genios de la física pueden hablar klingom, deliran con un viaje a la Comic Com o corren al baño a lavarse con jabón antibacteriano al tocar cualquier elemento extraño a su órbita. De hecho, existen espectadores quienes no logran conectar con el serial. No ha de culpárseles, se trata la de marras de una de las teleficciones norteñas más requeridas de cierto receptor cuando menos un tilín familiarizado (o adepto) con la jerga trekkie (Star Trek), el universo Lucas, la sensibilidad del solitario, ¡tipos de memoria eidética, aficionados a la vexilología!…Con las aporías del genio, las parrafadas pletóricas de referencias, la cultura audiovisual del planeta digital, el encanto impagable del sarcasmo. Con la inocencia cultivada en tanto principal motor dramático conducente a la perseguida hilaridad…

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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