Paula: Cuando la mano de mujer es obrera

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Rostro duro, ojos cansados y una trenza tejida con su cabello y por sus propias manos. Brillo de carmín, ropa de salir y unos pendientes baratos. Todo en ella la delata como una mujer trabajadora, mañosa, incansable. Y tal como se la describo, es Paula González Chongo, obrera destacada del sector Forestal en Cumanayagua. Y no solo sobresale porque le hayan otorgado un diploma ni le regalaran una “jabita” con algunos productos deficitarios, no, ella sobresale porque es mujer consagración, en toda la extensión semántica de la palabra y sin clichés.

“Treinta y pico de años llevo ya en estos trajines de ser obrera de la Forestal”, dice sin acertar a un número exacto por mucho que trato de averiguarlo, y lo pregunto de mil maneras: “Sí, son treinta y pico de años trabajando directamente en el vivero, pero apoyamos a los carboneros también; ese es un oficio que conozco y aprendí de la familia, me corre por las venas, nadie me lo enseñó, pero me sé todas las mañas de un horno, desde fabricarlo hasta mantenerlo.

“Me levanto temprano y voy para el vivero, lo mismo lleno bolsas, que hago lo que tenga que hacer, prestar apoyo en cualquier cosa, porque en la unidad nos repartimos el trabajo. Mi esposo me ayuda mucho, en todo lo que necesite, no es de esos que espera que la mujer le quite las botas. Tengo dos hijas: la mayor es instructora de arte y la menor, profesora de Educación Física”.

¿Entonces su prole no siguió la tradición familiar?

“En parte fue mi culpa, que me encargué de que estudiaran, pero fíjate, son dos mujeres de trabajo, porque me acompañaron siempre desde chiquiticas y saben hacer de todo en el vivero, lo mismo hacer parir la semilla para tener la postura que llenar las bolsitas, y hasta sembrar un árbol y cuidarlo hasta que de sombra. Es un trabajo lindo, de verdad, eso sí, duro, pero lindo sí que es”.

La sonrisa de Paula contagia, es diáfana, pura, sincera, y lo de los ojos cansados es como un mecanismo de defensa, para esconder la verdadera mujer que vive tras ellos, porque a ratos se abren e iluminan todo en derredor.

¿Y la cocina, te gusta, alguien dijo alguna vez que ese era el imperio de la mujer?

“Sí —dice con poco entusiasmo—; ahora, lo que es hacer dulces es lo mío, no para comer, qué va, lo que me gusta es verlos comer: arroz con leche, de coco, cascos de toronja y guayaba, borugas de leche y hasta flan. Y me quedan muy buenos, no digo yo. Mi abuela le enseñó la receta a mi madre, ella a mí y yo enseño a mis hijas, eso no se puede perder, ya es una costumbre en la familia”.

Es el día de una celebración laboral, se juntan mujeres de toda la geografía cienfueguera, y nadie diría que son carboneras o trabajadoras agrícolas. Lucen arregladas, los cabellos teñidos esconden las canas, el esmalte cubre sus uñas, huelen a perfume y no a leña, y es que la mujer es como esa flor de la siempreviva, de extraño aroma, que cura, sana y siempre se levanta. Vuelvo con Paula, quien además es líder sindical allí en su vivero.

“Entre el hombre y la mujer no hay diferencias a la hora de trabajar, eso te lo digo yo, aquí las mujeres echamos pa’ lante como cualquiera. Si ahora mismo nos dicen, hay que beneficiar carbón, pues para allá vamos, con estas mismas manos con las que luego acaricio a mis nietos, que tengo dos, una hembra y un varón”, dice y sella con sonrisa nuestra conversación que va en femenino.

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Magalys Chaviano Álvarez

Periodista. Licenciada en Comunicación Social.

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