Palabra empeñada

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El funcionario se sintió emplazado, necesitaba un testigo que verificara su honestidad: “Lo único que tengo de valor es mi palabra”, profirió mientras escrutaba en oficinas contiguas, un testimoniante de los hechos narrados. Cuando el director de la Unidad Provincial Inversionista de Vivienda consiguió tal verificación, regresó con rostro de alivio.
Con beneplácito, los presentes también recobramos el aliento, corroboramos la información pesquisada, más la subsistencia del ancestral valor que hoy zozobra en una madeja de negligencias.

La “palabra de honor” era término recurrente en leyendas caballerescas prevalecientes en antologías de lecturas destinadas a la infancia, esa etapa donde se sedimentan el carácter, la personalidad y los bienes garantes del futuro.

Crecíamos con el merecido respeto hacia un don exclusivo de los más favorecidos en la escala evolutiva; sin embargo, como contradicción del desarrollo, sufre descrédito.
Quienes trabajamos con la palabra lidiamos con su menoscabo, en detrimento de verdades; el tema ha sido abordado muchas veces en esta columna.

A nivel social, el mal se expande y corroe, sobre todo en el mercado, tanto en el sector privado como en el estatal. En este último, hay una reciente cruzada contra el maltrato al consumidor, y por suerte tal esfera cuenta con mecanismos para los reclamos, pero en tiempos de cuentapropismo coexiste una especie de confrontación entre la necesaria clientela y el mal quedar de quienes ejercen determinados oficios.

“Que entre albañiles te veas” reza un adagio que maldecía el desorden que resulta de los menesteres de albañilería, y a ese anatema podemos agregar ahora la impuntualidad y falta de palabra de ese gremio, que creo, figura entre los más malmirados en el asunto que me ocupa.

Igual pasa con carpinteros, plomeros, electricistas y otros que hacen esperar los problemas que agobian el hogar con una eterna expectación, tras la frase “vengo mañana” o “la semana que viene estoy contigo”, mientras puertas caídas, salideros, duchas rotas y cables sueltos suman pesadumbres a la cotidianeidad.

Refería que la palabra es un don preciado, pues el lenguaje, como envoltura material del pensamiento, nos distinguió entre los animales superiores.

La sabiduría está expresa en vocablos; comunicarnos fue una conquista de la naturaleza y de la sociedad, un paso superior en el avance de la civilización. Manifiesta en documentos escritos, la palabra es la historia misma de la humanidad, su alcance es expresión suprema de progreso.

Precisamente a documentos impresos debemos sentencias y traspasos de poderes, algunos mediante legalidad; otros hechos están registrados informalmente a nivel familiar, estos últimos quebrantados muchas veces por falta a “la palabra empeñada”, hasta por pertenecientes a la misma consanguinidad o sus tutores.

Además de amante de la lengua y trabajadora de la palabra, reclamo su valor como ser humano que aprecia con desaliento en su demérito, el deterioro de la honestidad y el irrespeto a los semejantes.

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Dagmara Barbieri López

Periodista. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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