Old Boy: Park Chan-wook y su megatema de la venganza

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Old Boy es una película que nada sin salvavidas en las negras aguas que anegan los cenagales de la venganza. Su director, Park Chan-wook, construye este relato integrador de su llamada “trilogía de la venganza” junto la anterior Simpathy for Mr. Vengeance y la posterior Simpathy for Lady Vengeance, sobre un surtidor temático carísimo al arte dramático a lo largo de la historia, del cual mama pero de un modo harto peculiar y sin acusar deudas de referencia con nada ni nadie.

Si partimos de la premisa de que Park considera a la venganza “como el tema más dramático del mundo”, se comprenderá mejor como tensa la cuerda de la historia hasta límites de pesadilla, al encaminar desde tal vórtice punitivo este arrebato desasosegante hacia zonas enmarañadamente inextricables del comportamiento humano como el sadismo, la violencia extrema, la humillación, el incesto y otras perversiones.

A Oh Dae-su (Choi Min-sik), como al Conde de Montecristo -lectura dilecta y definitoria de Park en su infancia- lo encierran durante quince años en una habitación. Nada sabe de las motivaciones del confinamiento ni de la naturaleza de sus secuestradores. Solo tiene por compañía durante dicho tiempo a un televisor, convertido en amigo, amante y entrenador de artes marciales a la vez. En medio de su enclaustramiento, la esposa es muerta; y como él desaparece, lo culpan del hecho. Un día, de forma tan extraña a como fue recluido, Dae-su ve nuevamente la calle, sin explicación y aun desconociendo razones y rostros de quienes torcieron su vida hasta transformarlo en un desorientado monigote peludo.

Pero, ya en libertad, la encerrona continúa. La vida en adelante del protagonista de Old Boy, incluido su crucial encuentro con la bella Mido, será seguida en cada instante desde la sombra por el oscuro personaje captor, quien develará todo cuanto añoró y a su hora no querrá saber Dae-su, ya casi a la frontera de una resolución en extremo sorprendente.

Es posible que Park pueda pecar de efectista, de grandilocuente y hasta artificioso por la manera como arriba a estas conclusiones, las que -dicho sea de paso- mostrarán una inequivalencia frontal entre la magnitud del crimen y el carácter de la venganza emprendida, en lo que constituye (de forma paradójica el punto más débil de la película), pero al espectador no le queda menos que reconocer no solo la feraz imaginación sino además la absoluta originalidad argumental y narrativa de la obra.

Más allá del impacto de las imágenes (destaca el genial y heterodoxo trabajo con los encuadres), el virtuosismo estético y formal, o la personalidad visual de la película apreciada en sentido general, lo que más me prenda de la labor de Park es su imperturbable decisión de desvirgar a cada tramo del metraje la imaginación del receptor. Muy poco se adivina aquí, y cuando se hace, es para darnos de bruces luego con el surgimiento de una nueva lógica conflictual que pondrá en solfa lo que antes barruntamos. Si acaso algún giro o destello nos recuerda a Miike, Nakata o hasta el mismo Tarantino, será cosa de mero reflejo.

Park parte la pantalla como el Hulk de Ang Lee, jaranea con los géneros con el mayor aplomo, renueva la tradición oriental del cine de acción a través de la potencialización del elemento trágico, solivianta el concepto de estereotipo al grado de redefinirlo en belleza formal, reencarna en pobres diablos del agobio contemporáneo a las almas de los personajes trágicos helénicos, traduce en sus conductas las neurosis sociológicas de un país que accedió al desarrollo en pocos años, atisba su realidad por consecuencia desde los ribetes deformados de un cómic de la sobrevida, dinamita el relato con cargas de ironía y un humor que por muy coreano que sea se comprende (la escena en que un Dae-su salvaje quiere hacerle el amor a Mido mientras está sentada en la taza del inodoro haciendo sus necesidades no resulta desternillante pero sí muy divertida), hace retroceder los ojos de la pantalla cuando alguien se traga un pulpo vivo o se arrancan lenguas y dentaduras, no muestra compasión ni simpatía por sus personajes —incluido el flagelado antihéroe protagónico— …, en fin, una serenata polifónica de cine a la cual no es difícil arrojarle nuestra flor de complacencia.

El realizador propone en Old Boy (Premio Especial del Jurado en Cannes 2004 y vencedora del Festival de Sitges), un cine desenfrenado y a veces preso de la total desmesura, tamizado por sabrosos como singulares arranques de bizarra creatividad, con el cual sin embargo no todos simpatizan. Impenetrable para algunos, incluso al ver el filme un conocido crítico de la prensa norteamericana parafraseó a Samuel Goldwyn en casos tales al exclamar: “Inclúyanme fuera”. Otros pensaron de igual modo.

Ellos no sólo se perdieron el festín que atrajo en solo un año a tres millones de espectadores en su país, sino la maestría de Park para hablar de la génesis, la incubación y las consecuencias de la venganza; su apreciación sutil sobre su esterilidad postrera. Para este hombre la venganza no es un plato que se come frío, sino tan helado como el ADN de un mamut fosilizado hace millones de años. De la misma forma que nada se podrá hacer con el genoma del animal para clonarlo, nada podrá lograrse con ese castigo, huero y vacío a la postre, pese a todas las furias y demonios desatados en su ejecución.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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