Ojos que no ven: trabajo de poca huella de un gran narrador latinoamericano

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En Ojos que no ven (2003), Francisco Lombardi, uno de los directores del área que más estimo, no firma acta de traición para consigo ni temática ni estilísticamente.

Las constantes básicas de la obra del realizador peruano se asoman al ventanal de esta extensísima película rodada sobre alta definición en 35 milímetros. En lo narrativo: sencillez y solvencia, limpieza en la caligrafía, astucia y dinamismo en el enlace secuencial, pragmáticas elipsis, actores sabiamente dirigidos, un ritmo en la acción que algo le debe a la afición del autor por el buen cine norteamericano. O sea, un discurso dotado de consistencia y bien armado.

En los conceptos, palabra que no hay que temer y menos en la región Ojos que no ven viene a ser una prolongación con variantes del mismo cine de sustrato social que Lombardi viene haciendo hace casi treinta años. Pantalla comprometida con marcado interés en transmitir las coordenadas del anegoso contexto en el cual desarrolla su vida el peruano -por extensión, el latinoamericano- contemporáneo, en medio de un progresivo deterioro moral, abulia, ignorancia y desesperanza política. Pasaje nada bucólico donde el director lanza a vivir a verosímiles personajes dotados de solidez psicológica, sobre los cuales por lo general penden entre otras sombras las del sexo, la violencia y la muerte.

Pero decía arriba solamente “se asoman”, porque un increíble síndrome del silueteo de apodera del gran narrador aquí, y toda su película es un inmenso apunte precisado de terminaciones, añorante de completitudes, caso curioso si sabemos que a causa de falta de tiempo en pantalla no fue, pues al filme bien podrían habérsele peinado unos treinta minutos. Franja sobrante que derrocha en reiteraciones y pierde en afirmaciones. Lamentablemente, salvo dos o tres casos (el presentador de tv o el abogado Peñaflor quizá, junto a los viejos hospitalizados), le vemos el rostro a los personajes más desdibujados de Lombardi en años –algunos matizados con un uso del humor a destiempo (el matón a la escapada). Claro que en esta ocasión le ha sido más difícil personalizar al director de La ciudad y los perros, pues tiene en manos la historia más coralina que su guionista-fetiche Giovanna Pollarolo (Pantaleón y las visitadoras, Tinta roja, No se lo digas a nadie, Caídos del cielo, La boca del lobo) le ha escrito en tres lustros.

Son casi veinte personajes, dentro de seis núcleos argumentales primarios, a los que debemos seguirle el curso en este relato ambientado en los días de los “vladivideos”, período tan reciente como oscuro de la nación andina. Justo cuando el siniestro jefe del Servicio de Inteligencia y asesor presidencial Vladimiro Montesinos ponía a tiritar a medio Perú al sacar a la luz pública los centenares de vídeos donde aparecía sobornando a los mil y un caciques. Estertor del fujimorato, período durísimo de la historia nacional que más que revisar (la intención del filme no es esencialmente política, aunque se entrevé adopción de postura) Lombardi utiliza como telón de fondo para narrar este grupo de historias colectivas protagonizadas por seres de alguna manera marcados por los hechos políticos.

Lombardi, como siempre, subyugado por la dimensión narrativa del séptimo arte, narra fluidamente, expone con sentido polémico y da continuidad -dentro de una descripción bastante sensata- a su sempiterno tema del individuo acorralado por el medio. Pero algunas de las historias que intentan reflejar lo anterior son resueltas deficientemente (la del coronel pasado a retiro y la joven atropellada, la peor), y al verse como un todo, la película sale lastimada. Ojos que no ven tampoco puede pasar de la corrección porque su trascendencia encuentra freno en lo desprovista de numen que está el filme: paso no en falso pero sí de poca huella, tratándose de la bota de Don Lombardi.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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