Noche de Navidad en capilla

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El miedo atenazaba a la ciudad por sus costados terrestres. Diez días antes, en Mal Tiempo, la Invasión había roto el dique de las bayonetas hispanas y ahora el río de la independencia abría un cauce inédito en la llanura azucarera del Occidente.

La víspera hubo misa del gallo y la docena de apóstoles policromados en París miraban desde los altos ventanales del templo la escena pascual que trasciende siglos de fe cristiana.

Pero la paz que inspira el belén es una concordia en miniatura, sin eco más allá de los muros de la iglesia consagrada a la Purísima Concepción.

Porque esta noche de Navidad de 1895 José Acebo Quintana (1) la está pasando en capilla ardiente. Aprovechando, a la luz de una vela, la escasa renta de un reloj en marcha atrás para escribir media docena de cartas: testamentos políticos y amatorios de uno de los tantos novios de la Libertad.

Pepe Acebo nació en un punto cualquiera de la geografía española. Un día perdido ya en los archivos de una compañía naviera vino a Cuba, donde con el tiempo procreó familia y quiso fundar patria también.

Fue hecho prisionero a principios de aquel diciembre guerrero, cuando en su solapa brillaban ya los grados de teniente del Ejército Libertador.

El día 11 compareció ante el Consejo de Guerra presidido en Cienfuegos por el teniente coronel de la Guardia Civil Luis García Celada. Poco podría hacer la defensa de oficio a cargo del capitán Manuel Anillo. Alea jacta est. El sino del patriota sería el mismo de los que tiñeron de rojo el playazo de Marsillán durante la Guerra Grande.

Un corresponsal que firmaba como F reportó al periódico El Porvenir las horas que precedieron al suplicio del mártir y, con lujo de detalles, su ejecución al amanecer del 26 de diciembre.

El recorte de aquel suelto finisecular, heroicidad de la tinta sobre papel frito en la sartén de los años, obra como único testimonio revelador del crimen. Escarbado por casualidad en una gaveta de historias promiscuas durante una jornada de arqueología periodística premiada por la suerte.

A las tres de la tarde del día de la Natividad Acebo entró en capilla ardiente en la celda que ocupaba en la cárcel de Cienfuegos, sita en la calle de Santa Elena, entre Cuartel y Cid.

Todavía estaba a tiempo de salvar su cuerpo de las balas que ya esperaban en la recámara de algunos fusiles de las fuerzas de Castilla acantonadas en el fuerte Zaragoza. Pero el alma del teniente mambí no tendría escapatoria, porque salvar la anatomía implicaba abjurar de los ideales que lo habían llevado al campo de la Revolución del 24 de febrero.

En ese preciso momento Don José Pertierra y Álvarez Albuerne, coronel jefe del Cuerpo de Voluntarios en Cienfuegos, tenía en su poder el indulto del reo, si aquel protestaba antes de sus convicciones patrióticas.

Acebo estaba al tanto de la trama de indignidad y villanía que sus supuestos consejeros habían urdido en días anteriores desde las páginas del periódico Las Villas, y que empleaba la traición como moneda de cambio por su vida.

Aquella mañana, mientras medio mundo celebraba el antiguo nacimiento de un niño nazareno en un pesebre de Belén, manos amigas trasladaron a la esposa del sentenciado a un poblado villareño con el paradójico nombre de La Esperanza. Allí la ya para entonces viuda de Acebo recibiría luego una de las seis misivas escritas por su hombre bajo la tenue luz de la capilla ardiente.

Las palabras del mártir pedían a su mujer que hiciera entender a los hijos que nunca tuvieran como deshonra la muerte del padre, pues él la asumía como gloria por defender los derechos de un pueblo con merecimientos para ser libre. Que en su ejemplo se inspirasen y supieran morir como el moría.

Acebo dispuso en su testamento filial que el mayor de los hijos pasara a la custodia del portador de aquella carta, “la persona a quien más atenciones debió” durante los días previos al calvario”. Pero F escribió puntos suspensivos tras el Don que antecedía al apelativo identificador del alma caritativa.

Lo que si contó el corresponsal que firmaba con la sexta letra castellana fueron los últimos momentos de residencia terrenal de José Acebo; vestido con decencia y conducido libremente en un coche de plaza, paso a paso a la cita con la muerte.

A las siete menos cuarto fue fusilado, de frente, pero con los ojos vendados, en el placer del fuerte Zaragoza (2) contra la tapia del Acueducto, lado Norte.

Un fotógrafo sacó copias del cuadro formado por fuerzas de Castilla y de los últimos instantes en pie del reo, quien no murió en el acto tras recibir en la cabeza los cuatros tiros de Maúser. Para completar la faena un sargento le dio el tiro de gracia.

En un carro del hospital y custodiado por elementos del batallón ejecutor, el cuerpo fue trasladado al cementerio Municipal para ser enterrado en el segundo patio, el destinado a los infieles.

Por el camino el cortejo fue trazando una huella macabra dibujada por el hilillo de sangre que manaba de la rusticidad del sarcófago.

Rastro que se confundía con el eco del último villancico entonado la noche anterior bajo el manto protector de La Purísima, por un coro de voces donde, quién sabe, a lo mejor desafinó la de un sargento rematador.


(1) A diferencia de lo sucedido en la Guerra de los Diez Años, cuando todos los fusilamientos de patriotas cubanos en Cienfuegos tuvieron por escenario la playa de Marsillán, en la del 95 sólo Acebo fue ejecutado en la ciudad. El resto de las sentencias de muertes fue cumplida entre los muros del Castillo de Jagua.

(2) Fortín Zaragoza: Edificado en febrero de 1869. El plano de la ciudad de Cienfuegos obra del agrimensor público Don José Antonio García, fechado en 15 de enero de 1887, lo localizaba en la calle Industria, entre Castillo y Colón, acera este; detrás de la loma del antiguo Acueducto de Jicotea.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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