No mires para abajo (o decalogía del sexo-tour)

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Walter Salles, realizador de esas tres grandes películas llamadas Estación central de Brasil, Detrás del Sol y Diarios de motocicleta, se quejaba a inicios de este siglo del cinismo que recorre el cine post-Tarantino. Aunque comparto, grosso modo, su opinión, al parecer, el artista suramericano, quien dice estar muy al tanto de cuanto hacen gente joven del continente como Pablo Trapero, no lo anda mucho sin embargo en relación a la ejecutoria de otras más maduritas a la manera de Eliseo Subiela (Buenos Aires, 1944-San Isidro, 2016).  

El fallecido cineasta, a cuya mano directriz pertenece No mires para abajo (2008), representó en su momento la expresión culminante dentro del  contexto regional de un cine encallado en un rocalloso territorio argumental donde reinase el semicandor, la inocentada, delirios seudopoéticos, arrebatos dulzones, alambicamiento  e incurables cursilerías habitadas por pibes y pibas de otro mundo: productos transgénicos disparados de un laboratorio de miel y anacronismo.  

Quizá quien escriba participa de ese espíritu crítico acompañante del período aludido por Salles, de igual signado por el mismo cinismo, pero ya no podía con los últimos caramelos liricoides de quien en sus inicios pergeñábase como una de las grandes firmas autorales de la pantalla austral. 

Subiela, suerte distinta a las vaticinadas, degeneró en un cine pletórico de existencialismo de cartón, espiritualismo coélhico, enfatización, sermoneo, didactismo, melodrama a propulsión a chorro. Laxo y carente de entidad narrativa, por norma. Sus filmes parecen, en vez de ello, la yuxtaposición de viñetas a cierto amago de idea central; o sea, una argamasa de presuntos raptus o relámpagos de luz, pegados a como de lugar, sin cemento ni sementera. Esperma al viento sin probabilidad de fecundar en la memoria.  

No mires para abajo, didáctica como ninguna, deviene autogestionada lección erótica, donde Eliseo copia lo peor de sí mismo. Arranca citando a Breton: “Como ocurre siempre en las épocas en que socialmente la vida no vale nada, es preciso saber ver por medio de los ojos de Eros. En el tiempo que está por llegar, a Eros incumbe restablecer el equilibrio roto en provecho de la muerte”. Después de semejante entrada, conociendo lo serio que se toma sus dichos este director, habrá que sujetarse para no correr: en el cursillo de educación sexual en el cual convierte al largometraje -dedicado por escrito y todo a sus propios hijos, reconozcámosle el valor-, la sublimación de la oriental deontología amatoria del Tao llegará más allá de Pekín, de forma literal.  

La cuestión de la joven Elvira es que su contraparte masculina no alcance el orgasmo, pero menos en aras de prolongar el goce que con el fin de que el jovencito pueda emprender la inédita suerte de geografía eroturística propuesta aquí. A medida que el muchacho incrementa el número de penetraciones, será capaz de viajar mentalmente (pero como si fuera en vivo) a mayor número de las ciudades visitadas en la realidad por su imposible chiquilla, recorrerá esas sus calles y hasta el puesto donde ella compró butifarras en Sevilla. La meta de 81 arremetidas sin eyacular, al principio dada por inalcanzable, pronto será destrozada por el amante (no menguante, esto no es Almodóvar aunque tenga su poco).  

El listón coital no solo se elevará en territorio del tradicional samaritano; no, la nena, nada que ver con la de Francella, le mostrará a su sonámbulo Eloy todo el repertorio del Kamasutra desde su posición de sacerdotisa sabelotodo sexual. Pero Eliseo adereza la clase -no podía suceder lo contrario, y esto es lo que a la larga descuartiza la lección de anatomía-, con surrealismo, magia, versitos, frases hechas, muertos vivos frente al cementerio, yoga, tantrismo, bailes seniles, fantasmas paternales y la altisonancia tremendista sello de la casa.  

Además, disfruten la subielada, le encasqueta nombres a los atributos sexuales: al del rubito, Marlon (¿tendrá alguna relación con el protagonista de El último tango en París?; el vínculo sería algo forzado más allá de la analogía supuesta por pareja-cama, pero con el argentino todo valía); al de la chica, Adoratriz. Tan difícil de digerir como El resultado del amor (2007), la pieza del un día prometedor firmante de Hombre mirando al sudeste y El lado oscuro del corazón halla en la actriz Antonella Costa -quien logra la real hazaña de conferirle un poco de color a este mentirocillo y ridículo manual pedagógico- virtud primera; junto a los apartados técnicos, sobre todo el trabajo fotográfico. Si pudo con su Elvira, la Costa puede lograr cualquier cosa. 

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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