Narconovelas: caricaturas de la desolación

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Del ascenso del crimen organizado dentro de EUA surgiría el gangsteril. Era aquel caldo de cultivo de matones, clanes nacientes, extorsiones, contrabando de licor y amasamiento de fortunas terreno muy fértil para no ser aprovechado por el cine. Ahora, no más nacer el género —en 1927 y con esplendor en los ‘30—, sus creadores teñirían a los personajes de una aureola heroico-romántica propensa a inducir la identificación del público con figuras que en realidad eran antihéroes cuyo arrojo estaba empleado del modo más inicuo.

De manera que la “empatía” de muchos latinoamericanos con las narconovelas no resulta nada nuevo en la historia del audiovisual. Aunque, más de ello, en verdad no abundan otros puntos de comparación entre los dos tipos de productos. Para evitar una labor de arqueología, olvidémonos de los inicios del gangsteril y aludamos tan solo a las excepcionales y temporalmente mucho más cercanas El padrino, Uno de los nuestros o la teleserie de HBO, Los Soprano: todas de intergaláctica distancia artística con los exponentes regionales televisivos. Las piezas estadounidenses mencionadas no constituyen simple “cine de mafiosos”. Amén de formidables estudios de personajes -profundidad, sentido trágico, complejidad emocional, lacerantes dilemas morales- incorporan extraordinarias vivisecciones sociales; una época y un orden de cosas son puestos bajo el escalpelo y escrutinio de grandes realizadores y guionistas.

Las narconovelas, como el cine gangsteril, devienen resultado de un fenómeno social: en su caso, el narcotráfico, cuyas graves connotaciones modificaron el destino mismo de naciones de América Latina. Sí, es verdad; pero representan la visión ligth, acartonada, sin densidad, mitificadora y acrítica de dicha lacra, de su abyección y sus escenarios horrendos folclorizados  for export (en parte de los casos con guiones y capital proveniente de testaferros o jefes de los propios carteles) en interminables capítulos interesados en “pornificar” antes de expresar dramáticamente: el envés total de cuanto ocurría en la teleserie norteamericana The Wire y su recreación del mismo flagelo en las calles de Baltimore.

Salvo puntuales excepciones, bastardizan contextos, postalizan las imágenes del Infierno y caricaturizan cuadros reales desoladores, a través de puestas en escenas hagiográficas, pintoresquistas, ultrafolletinescas, planas, inorgánicas, tirantes hasta el delirio de las situaciones en pos de alargar episodios en función de mayores ingresos financieros para las cadenas, las cuales hallaron una veta madre e invierten hasta 100 000 dólares por episodio.

Los propios intelectuales colombianos impugnan el cariz de las realizaciones de Caracol, RCN o Fox Colombia (las cadenas mexicanas e hispanas en EUA también las fabrican, visto sus ingresos). El cantante Carlos Vives afirmó que “venden una falsa imagen de su país”. El crítico Alfonso Zamora rechazó la presencia de la “mujer como un objeto sexual de los delincuentes”, así como su distorsión de la realidad. A su juicio, “las televisoras deberían utilizar a los artistas locales para llevar un mensaje a la juventud sobre lo peligroso que es buscar dinero fácil, a costa del sacrificio de la vida propia y la de los demás”.

Velada o abierta apología de una subcultura delincuencial que enlutó la historia de Colombia, México u otros países, el subgénero —abierto en 2006 por la inenarrablemente mala Sin tetas no hay paraíso y continuado luego hasta actualidad por Las muñecas de la mafia, La diosa coronada, Alias el mexicano, La ruta blanca, El señor de los cielos, Los tres caínes o El Chapo, entre los cerca de 45 títulos facturados—, “transmite los antivalores de la muerte, culto a las drogas, a las armas, culto a la violencia.

“Incitan al odio en la sociedad y se lucran con el dolor ajeno”, consideró con razón el mandatario venezolano Nicolás Maduro.

Si bien, en la violencia no radica su principal problema (Latinoamérica lo es y el audiovisual planetario está repleto de ella, cual reflejo de un hecho por desgracia consustancial a la especie); y sería reduccionista atribuirles la causa del aumento del crimen (debido al carácter resultante de este del status quo). Lo más grave, como lo veo, estriba en que a causa de su acefalía analítica y falta de posicionamiento ético tienden a la confusión moral de millones de televidentes de naciones cuyo grado de instrucción no es alto y por ende no poseen juicio crítico para desmontar tamañas glorificaciones a los multimillonarios jefes de carteles y secuaces.

A lo anterior se añade el agravante de facturarse en sociedades cuyo imaginario está marcado por el concepto de que la narcoexistencia resulta el método ideal hacia el éxito.

Un estudio del Grupo de Investigación Etnológica de Colombia confirmó que su influencia es mucho más nociva en los niños y jóvenes del país. Las conversaciones reales entre pequeños recogidas en el material hablan del encandilamiento de los menores con el modo de vida de los sicarios y los grandes jefes criminales configurado por el sello Caracol.

Mas, si repasamos historia, cine y literatura, sabremos que dicha admiración existía antes de las narcoteleficciones; no obstante atizar estas es una peligrosa hoguera cuyo verdadero fuego parte de las desigualdades sociales derivadas del rol de continente cobayo del neoliberalismo salvaje y del aliento que a los narcotraficantes les significó la imparable demanda occidental de los estupefacientes.

La verdad de todo esto está en los hechos históricos; en los archivos y  hemerotecas; en los testimoniantes auténticos; en Vallejo, Winslow…; en algunas películas mexicanas de reciente estreno; nunca en las telenovelas.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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