Miss Violence: Las (nuevas) tragedias griegas

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Furgón de cola de la economía comunitaria europea junto a Portugal, Grecia ha sido escenario de fortísimos traumatismos sociales durante la última década como consecuencia del impacto de la crisis mundial, la aplicación a rajatabla de la ortodoxia neoliberal y la consiguiente asfixia del individuo tras la amputación de derechos otrora básicos del ciudadano medio.

Frustraciones y dolores suelen coserse en el caldo de la familia, algo sabido por el cine ya antes de Bergman. De manera que varios directores helénicos hilaron esa rueca, para sacar del carrete obras fílmicas que son verdaderas odas a la desesperanza y se constituyen en parte del segmento más amargo (por cuanto refieren desde lo argumental, no por su calidad) de la pantalla mundial del siglo XXI. Las nuevas tragedias griegas son casi más pesarosas que las de la antigüedad.

A la obra completa de Giorgos Lanthimos pero más en especial a su Canino (2009) y Alps (2011), así como a Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010), se interconecta en su ahogado resuello espiritual un largometraje del molde de Miss Violence (Alexandros Avranas, 2013), crudo retrato de la descomposición moral absoluta de una familia promedio en la Atenas de la actualidad. Tanto el filme de Avranas como los antes mencionados, u otros, constatan los estertores del hundimiento, expiden desde lo artístico el certificado de defunción al derrumbe de un modelo. Son frescos epocales de inestimable valor sociológico.

León de Plata en el Festival de Venecia para el realizador Avranas y merecida Copa Volpi del mismo certamen para su protagonista Themis Panou, Miss Violence es, desde mi apreciación, la película más desoladora de esta nueva ola de cine griego, porque se abstiene del humor tangencial o la ironía subyacente de algunos títulos de la corriente y hace singular uso de la proclividad al simbolismo de sus predecesoras. Aquí no hay remanso posible para el mínimo signo de distensión. Todo resulta terroríficamente negro en una obra que, ya traspasada su magnífica área apertural (tempo, sentido del suspenso, la callada tensión del cuadro, proporción informativa de indicios de la tragedia a sobrevenir, anuncios de la atmósfera opresiva general del relato, esos locuaces silencios…) se instala desde su nudo en un tono hiperbólico del cual jamás emergerá hasta el no por sugerido menos impactante cierre.

Película irrigada por cierta chispa del magma genético del danés Thomas Vinterberg o los austriacos Ulrich Seidl/Michael Haneke, a Miss Violence (exhibida en Cuba) no la lastra tanto su apuesta suicida por lo extremo -algo válido en el arte y siempre superado por la crispante realidad-; sino la ausencia de matices, la acritud total.

La tragedia habita el filme desde la secuencia prologar. Le celebran el cumpleaños a la pequeña Angeliki. Cuando van a tomar la foto de familia, mientras suena Dance me to the end of love -canción de Leonard Cohen con alusión al genocidio judío-, la niña de once años se lanza desde la ventana y rompe sus sesos contra el adoquín. Es de las hijas pequeñas de un -en apariencia tranquilo- trabajador clase media, quien asegura a las instituciones y a las pocas personas que interactúan con el núcleo familiar que todos los chiquillos de la casa son sus nietos, descendientes de su hija mayor. La verdad será otra. El hombre las concibió (también a un varón) con esta última, en un múltiple caso de incesto y explotación sexual, mediante el “consenso” obligado de su esposa. Antes de arribar a la pubertad, prostituye a las niñas con viejos adinerados, en busca de sobrevivir a las carencias financieras. Luego, de remate, las viola. Ningún jefe bárbaro podría ser más atroz que este señor con su familia, a la cual no le permite ni hablar. El despotismo y el abuso continuo producen un efecto de acumulación que conduce al tan siniestro como esperado epílogo.

Miss Violence no es plato para todas las mesas. Estas dos horas suponen experiencia harto agobiante, en las cuales el espectador mortifica a las entrañas durante cada plano; mientras que por otro lado elucubra sobre las insanas formas de expresión del poder, idea hacia la que pretende discursar Avranas en su segunda incursión fílmica. El también coguionista habla aquí de los mecanismos de dominación a través de la violencia física, psicológica, la tradición, el engaño. No hay que ser demasiado sagaz para colegir su afán inductor de dialogar sobre la sojuzgación masculina, familiar en tanto claves de un orden de expolio superior, total. Desde la cartografía íntima parece apuntar a los gobiernos que  desangran, violan y saquean a sus pueblos, bajo la excusa de su presunta defensa. El mensaje de Miss Violence deviene ecumenista, válido, vigente; no solo en la tierra donde inventaron la hoy día humillada democracia y Medea mató a sus hijos. Doquiera.

 

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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