Misa de medianoche, entre la fe y el colmillo

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Personalísima cruza entre el drama existencial, la metáfora sociopolítica y la vertiente fantaterrorífica, la recién estrenada Misa de medianoche (Mike Flannagan, 2021) constituye una de las series del año, por varias razones. La primera, su rica carga de subtextos, algo en realidad poco usual en la actualidad dentro de este formato y más aun si viene por conducto de una cadena norteamericana de streaming como Netflix, tan preocupada por complacer a su público a través de un mensaje expedito, libre de complicaciones.

Alegoría sobre el embauque, parábola en torno al empleo de los púlpitos –no solo religiosos- para fines aviesos, la construcción de sentidos de este material permite una lectura polisémica remitente al escenario social de un país, los Estados Unidos, donde políticos, telepredicadores, líderes de grupos de odio realizan tan peculiares como trastocadas interpretaciones de contexto para convocar a su feligresía hacia los objetivos menos loables.

Si bien dúctil, maleable la exégesis, el centro interpretativo del relato sería la fe o las formas de asumirla, el mensaje divino y los modos de traducirlo por las personas, de acuerdo con sus intereses, ética o humanidad. En tanto documento incorruptible que es aquel, cualquier asunción perversa del mismo acarrearía el fin tenebroso de quienes aquí pretenden convertirlo en carne de fanatismo o comercio manipulador, cual sucede en el séptimo y último episodio.

La segunda razón del relieve de Misa de medianoche estriba en la fuerza dialogística de la obra creada, escrita y dirigida por Flannagan, en cuanto representa un trabajo de sesgo totalmente autoral del artífice de La maldición de Hill House y Doctor Sueño. Esta es una pieza -segunda sorpresa con Netflix-, donde la narrativa queda configurada sobre la base de extensos, pero nunca vacíos, segmentos de interacción conversacional, o monólogos, dirigidos tanto a definir la tipología de los personajes de una obra devenida en bienvenido y también al día de hoy raro estudio caracterológico como a presentar/poner en cuestionamiento ante el espectador distintos postulados religiosos, filosóficos u ontológicos.

A cierto receptor actual, sobre todo al de las series -no acostumbrado a peripecias verbales de más allá de par de oraciones ni a esos largos planos secuencias del cineasta, como tampoco a formas de expresión narrativas que confieren más preeminencia a las corrientes internas de los personajes que a la energía de la acción en el decurso de la trama-, lo anterior podría causarle cierto grado de descoloque, mas de rechazarlo incurriría en el yerro de ignorar parte de la savia fundamental de este trabajo.

El tercer motivo por el cual cobra dimensión Misa de medianoche es debido a su aproximación, sino del todo original bastante novedosa, al tema vampírico, tan alicaído luego de los tiempos de la saga Crepúsculo.

Aunque el término vampiro no es mencionado siquiera una vez durante las ocho horas de la miniserie —por razones comprensibles por parte de algunos personajes, no así de otros—, varios del escaso centenar de seres que habitan la islita de Crockett, incluido los dos aparentemente esenciales de un relato a la larga coral, son “convertidos” por la extraña criatura que es traída a estos parajes por el párroco de la iglesia o igual por otras de continente más humano. Criatura, la fantástica, más en la línea del expresionismo alemán o Herzog que del sedimento definidor del imaginario estadounidense, en el cual sí se inscribe el tono general de una serie con influencias explícitas del quehacer literario de Stephen King.

El componente de suspense y terror de la historia gana fuerza a partir de la resolución —capítulos cinco pero sobre todo seis y siete—, de una manera que, en lo dramatúrgico, no chirría, en tanto todo queda condicionado para que a dicha altura se consoliden y unan todos los elementos brindados, paso a paso, de forma tan orgánica como fluida, a través de los anteriores episodios.

La cuarta causa, quizá a juicio de algunos menor aunque significativa en este tipo de relatos, es la formidable ambientación, que en algún momento recuerda a la espléndida Carnivale. La isla, sus seres, las dinámicas sociales de esta comunidad de pescadores de fortísimo vínculo religioso forman parte de un microcosmos de sino y signos marcados por el aislamiento, merecedor del primoroso realce formal agenciado en dicho campo. El espectador ancla en Crockett Island; se la cree, la palpa y la teme. Sobre todo eso.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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