Me paro en el balcón y observo el juego

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Un vendedor es una figura pictórica, resistente, con esperanzas para suponer que terminarán comprándole todo lo que trae en la cubeta, en la bandeja, en una jaba. Un vendedor (como los que desfi lan todos los días, en cualquier horario,por el marchito parque al que da el balcón de mi casa), es un maestro del disfraz que se protege del sol y que no porque llueva deja a un lado su ahínco en el pregón. Un vendedor tiene la voz curtida, los pies gruesos y las manos hábiles.

Casi siempre los productos que lleva son caseros, y eso presupone un esfuerzo mayor en la mercadotecnia: convencer a un potencial comprador de la calidad inigualable de estos. Desde mi balcón, todos los compradores lucen del mismo tamaño, pequeños robots que se mueven inquietos, a semejantes horas, y gritan sin parar. Desde mi balcón todo parece un juego de ajedrez, donde hábiles peones se desplazan por el tablero dejando atrás sus casillas.

Cada uno tiene aditamentos distintivos. Basta que suene una campanita aguda e insistente para adivinar la llegada del heladero; o que se escuche el timbre de una bicicleta china para saber de la venta del coquito acaramelado y el gracioso pregón que el señor vocea: “Rico, rico, rico como Puerto Rico. Arriba, el sugar coconuts”, mientras da vuelta tras vuelta al parquecito. Venden dos tipos de empanaditas, unas vienen dentro de una cubeta y son simplemente eso: empanaditas; las otras vienen en una bandeja semitapada y son dulces, irónicamente, de la “shopping”, así lo hace saber cada día su comerciante.

Además de los vendedores habituales, entre los que me faltó mencionar las galletas con sabor a mantequilla, los variados panaderos, el yogurt, el ajo grande a peso y la cebolla barata, y algún que otro coche de caballo con productos agrícolas; existen muchos otros que llegan hasta los bajos de mi balcón. Han ofertado paquetes de galletas dulces de 6 pesos a 10, latas de leche condensada y cajas de jugo, filetes de pescado, palitos de tender, escobas y recogedores, toallas, antenas, jarritos plásticos, creyones y aretes, cake de coco y chocolate, mantequilla, barritas de queso crema, memorias flash, refresco en polvo, queso blanco, zapatos y cintos, aguacates, mamoncillos, barras de maní y pulpita de tamarindo, pirulí, dulce de leche de Gavilán…, y segura estoy que alguno se me escapa.

Han comprado botellas vacías de ron y cerveza, pomos de desodorantes y perfumes en buen estado; cualquier pedacito de oro, refrigeradores y lavadoras Aurika. Han ofertado limpieza total para el caldero más sucio, afi lar las tijeras y las pinzas o cambiar pajillas y barnizar muebles.

El entramado, quizá sin proponérselo, ha procurado que los individuos de los tres edificios que rodean el parque donde vivo, apenas tengan que moverse para adquirir parte de las necesidades diarias. El sistema, complejo en su esencia, es plural y demandado. No son pocos los que esperan un producto, no son pocos los niños que se alborotan y comienzan a llamar a sus padres para que les tiren un peso, acto que hice yo también cuando fui pequeña, sin preguntarme en absoluto de dónde salía el dinero. De esa forma este mercado por la izquierda gana un desarrollo constante. Sin embargo, desde mi balcón, todo parece un juego de ajedrez.

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Melissa Cordero Novo

(Cienfuegos, 1987). Licenciada en Periodismo. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2012.

Un Comentario en “Me paro en el balcón y observo el juego

  • el 23 septiembre, 2016 a las 2:21 pm
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    Muy bien artículo y aprovecho para comentarle mi experiencia de hace unos días con un (re)vendedor de productos de ferretería que suele recorrer la barriada de Buenas Vista, cerca de la circunvalación, que entre las 4 o 5 palabras que utilizó en su pregón, 3 eran palabras obscenas, al peor estilo grosero. Decía más o menos así: “cómprenme, coj…., que yo soy un hombre humilde…, pin…”, Me le acerqué y a modo de consejo le dije que como persona humilde que decía que era y ese estilo de pregón, le iba a resultar muy difícil poder encontrar a alguien que le interesara sus productos, teniendo en cuenta que nadie estaba “obligado” a comprar su mercancía, conforme nadie tampoco tenía por qué escuchar sus groserías y palabrotas. Me miró con cara de pocos amigos y se marchó. No sé si entendió mi consejo o si le sirvió de algo lo que le dije, pero lo cierto es que he apreciado cómo proliferan por ahí cada pregón (a cualquier hora del día o de la noche) con los cuales se pudiera estar hablando, o escribir un libro…., unos por su originalidad y elegancia, otros por su persistencia al ver que nadie les compra nada, y otros tantos por la manera tan peculiar de utilizar con voz de tenor sus anuncios. Con unos y otros convivimos a diario y más que verlos desde el balcón, más de las veces hasta lo escuchamos con molestia y con claridad desde el sótano, o desde el lugar más recóndito que nuestras casas.

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