Mata que Dios perdona: cine cubano diferente, pero inconsistente

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Ambientada en la Cuba de inicios de 1959, aunque eludido a conciencia el contexto histórico en su trasfondo épico, el relato de Mata que Dios perdona (2006) sigue el curso de la persecución a un pobre tipo que debe escasos pesos, por un garrotero y un matón que juraron pelársela más por aquello de no permitir el precedente del adeudo no cobrado que por el importe sin recibir en caja. El hombre se nombra Miguel (Jorge Alí), y al parecer le importa tanto como a Santiago Nasar que los asesinos le pisen los talones con sus zapatos de medio tono. El día de su “doble crimen” (la historia recrea esas 24 horas) toma par de tragos en un bar, discute con su ex amante (Broselianda Hernández), tiene un coito como para no morirse con una joven prostituta de senos escurridos y nalgas prolongadas (Cheryl Zaldívar), le aguanta una descarga por negligente a su amigo Pedro (Mario Limonta), camina, orina, se acuesta…

El joven documentalista Ismael Perdomo (1971) configura con Mata que Dios perdona -su debut en la ficción-, uno de los contados thrillers de la historia de la pantalla cubana, cinematografía urgida de tales necesarios ensanchamientos genéricos; a la espera aun de incursiones no imposibles pero al parecer lejanas en el terror, el suspense, la acción, la ciencia-ficción, la parcela erótica y hasta las artes marciales. El director vende de esta manera su trabajo: “cine realista, asediado por la naturalidad de todos los días (aunque se desarrolle a finales de los años 50) donde aparece gente normal, hablando, bebiendo, teniendo sexo, traicionando, durmiendo… es un intento de reproducir el goce de la sexualidad y de la muerte…”. Interesado éste, continúa, “en explorar los límites pequeños que existen entre vida, sexo, muerte, desesperación, y más que el crimen que cuenta en sí mismo lo importante son las relaciones humanas entre los protagonistas”. Del dicho al hecho va algún trecho. Se le va tanto la mano en el asunto propuesto de reproducir los mencionados goces, añadidos a verdaderos bosques de sombras personales, que al amparo de la tonada de Matamoros que titula al filme hunde a sus personajes en una ciénaga de desolación existencial tan grande, que ni halados por sogas de doble tracción pueden salir del socavón.

No es esta una película para todas las feligresías ni resulta en grado alguno común en el escenario nacional, mucho menos por el infrecuente género asumido que por la crudeza de sus imágenes, sus atmósferas opresivas, ese naturalismo descarnado que apuesta por llevar a planos cuasi hiperrealistas situaciones dramáticas (a veces a como de lugar), la encarnadura de los personajes de su sinuosa trama, y la composición de estos por actores tan convincentes como la aquí genial (no existe otro calificativo posible para resumir su abarcador, exhaustivo trabajo de desdoblamiento) Broselianda y una nobel pero riquísima en su variedad de registros Cheryl Zaldívar. El filme descoloca al espectador con lúdrico afán en su concepción dramatúrgica. Muy en la cuerda actual del cine más premiado -Iñárritu todo, Expiación, Memento, algún Kitano, el primer Tarantino- la película transmuta de forma estacionaria la focalización o cambios de puntos de vista de la construcción de la escena a partir de la visión de distintos personajes. Ello no solo le añade un hálito de contemporaneidad, sino además dinamiza la estructura narrativa, enriquece el espectro dramático; e, incluso, por exiguos momentos hasta disimula la verdadera ralentización en que se mete de a pleno un guión que no da -y apurado- más que para un mediometraje. Mata que… se parece al tronco de un árbol en invierno, en su ausencia de las pertinentes frondosidades que lo hagan tal. El supuesto personaje central de Miguel está absolutamente desperdiciado en cuanto elemento centro-circular de la diégesis. La falta de información con que se trabaja puede comprenderse a los fines de conseguir el suspenso requerido por esta clase de propuestas, pero raya lo lastimoso. Rafael Lahera, serio en todo instante y en el mismo tono “andobesco” que por un tiempo mantuvo, es otro personaje sin asideros en la escritura de la obra, tirado al viento de la peripecia dramática para darle tremenda zurra a Broselianda y quemar el cadáver de Miguel, pero no para remar parejo en el interés de levantar una película semicoral precisada de mantener igual cuidado hacia todos los seres interactuantes.

En los juegos con la focalización el también guionista Perdomo necesita sin remedio apelar a flash backs y flash forwards que tampoco son seguidos con el necesario celo en sus gradalidades y sentido causa-efecto, de suerte que el espectador por ratos desperece cierta sensación de ¿por dónde va esto¿, perjudicial si se pretende recabar la total aceptación-comprensión del narratario. Un poco de aceite de thriller de suspenso y algo de agua de comedia de situaciones igualmente no combina mucho en la definición cabal de una pieza áspera por decisión expresa de su realizador, la cual por mera lógica de la ecuación “tú me das y yo te doy”, aconsejaba regalar cuando menos el aliciente de la congruencia narrativa y la preservación del tono: antes de que el cuerpo ya muerto de Miguel sea tiroteado por los matones, éste sufre una primera muerte, por ahogamiento vía cunnilungus, acaso la vía más insólita de liquidar por asfixia que he visto en treinta años de cine. Al presenciar algo semejante, tienes dos vías como crítico o espectador avisado: o bien tirarlo a chacota, o bien catapultarlo por osado, rompedor, irónico, ya sabemos… En honor a la verdad, será una de las pocas veces en que me abstenga.

Filme rodado en digital como algunas de las producciones nacionales recientes, acorde en ciertos propósitos con las limitadas posibilidades de movimiento permitidas por un presupuesto tan bajo que debió hasta demandar la poda sustancial de los honorarios de los intérpretes, destaca -de manera para algunos posiblemente paradójica- en rubros técnicos como la fotografía de Rafael Solís y la decoración de esa sucesión constante de interiores. Por todo, entonces, Mata…, constituye una obra desbalanceada e irregular que no debió traspasar la categoría de corto, pero que porta rasgos intrínsecos en extremo meritorios, la cual se agradece de modo particular por representar una brizna inyectada de la clorofila de lo diferente en las opciones de nuestro esmirriado campo fílmico; varias de ellas tan parecidas entre sí que parecieran calcadas en papel carbón. Aunque diferentes fueron también Vidas paralelas, Las profecías de Amanda y otras pocas, ignotas ya en la desmemoria de lo efímero. Lo ideal sería que la voluntad de variación y/o transgresión fuese respaldada por niveles más señalados de consistencia. Claro, de lo ideal a lo posible también va algún trecho.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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