Marcet: el legado del patriarca

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Con el deceso de Francisco Gilberto Rodríguez Marcet el pasado mes, las artes visuales cienfuegueras perdieron a uno de sus patriarcas. Hombre de brillo recóndito, nació en Sagua La Grande en 1932, pero causas y azares lo condujeron hasta Cienfuegos, donde se arraigó para siempre en vida familiar —junto a su esposa y eterna compañera Migdalia Agriel González— y en obra.

Aquí llegó en 1959, recién graduado de Profesor de Dibujo y Pintura en la Escuela de Artes Plásticas Leopoldo Romañach, de Las Villas, para iniciarse en las labores de su profesión. En 1962 fundó la Escuela Taller de Artes Plásticas Rolando Escardó, junto a Mateo Torriente y Samuel Feijóo, y luego de permanecer un tiempo en su lugar de origen organizando otra escuela de arte, la Fidelio Ponce de León, volvió para no ausentarse nunca más. Entonces se incorporó al claustro de la Escuela de Nivel Elemental hasta que la institución desapareció en 1991, no obstante, él siguió pintando laboriosamente y produciendo sin cesar hasta sus últimos días.

Por eso el reconocimiento a su legado involucra a los dibujos, pinturas, murales y esculturas facturados por sus propias manos en variantes estilísticas diversas; a la vez, se detiene en el compromiso permanente que mantuvo con una de las apuestas más nobles y generosas que puede asumir un ser humano: la de enseñar. A ello dedicó buena parte de su quehacer, sin importar que estuviera jubilado o se tratara de la sala de su casa; en cualquier escenario impuso la solvencia de su formación académica, rigurosa, metódica, exigente.

Si la humildad tuviera nombre, o Marcet

Sin embargo, aun cuando sus creaciones pertenecen a ese largo y fructífero momento de nuestra historia artística deudor de la tradición clásica occidental, algunas simplificaciones excluyentes y virulentas le escamotearon valores. Fue en los años finales de la década de los 80, cuando en el campo intelectual provinciano irrumpían el arte crítico y militante de las primeras hornadas posmodernas y Marcet encarnaba la adscripción a una estética vertebrada en la suficiencia de lo representacional, su sentido del color, el respeto a la fisonomía, el culto al oficio y el virtuosismo en la ejecución pictórica.

Mientras, él se mantuvo sereno, trabajando con elegancia y sin descanso; eligió crear en múltiples direcciones sin dejarse asediar por una sola forma, mucho menos por la desidia. A la larga se impuso su exquisita sensibilidad, esa que desprovista de límites y territorios, abrevaba en la cultura poliédrica que él fraguó en la soledad fecunda de su estudio, en los libros y en la compañía permanente de la música clásica.

De esa manera se hizo acreedor de los reconocimientos oficiales más importantes: miembro de la Uneac, distinción Raúl Gómez García (1982), condición  Mambí Sureño (2005), Premio Cornamusa (Uneac, 2006) por la obra de la vida y  Premio Jagua (2007) —por solo mencionar algunas—; pero por encima de todo, se convirtió  en referente imprescindible y obligado de eticidad y coherencia para quienes  tuvimos el privilegio de conocerlo, porque sus estandartes siempre fueron el trabajo y la  modestia.

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Massiel Delgado Cabrera

Crítica de Arte. Profesora de Historia del Arte en la Universidad de Cienfuegos.

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