Los niños en el cine iraní (VI parte, final)

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En El color del paraíso, Mohammad, un niño ciego -discapacitados también eran Jordish, protagonista de El silencio (Mohsen Makhmalbaj, 1998) y Madi, uno de los cinco hijos del padre viudo de El tiempo de los caballos ebrios (Bahman Ghobadi, 2000) dotado de inusual inteligencia y sensibilidad para sus años, constata la hermosura, la perfección natural de un mundo acaso inadvertido en su real dimensión por los que ojean sin ver pese a no tener la pupila perdida en lo oscuro.

Es una criatura que consigue la increíble, dicótoma, binariamente legitimable virtud de arredrarte el espíritu de momento para luego proveerlo de una santísima potestad de inmunización contra lo sórdido e injusto. Él espera en una escuela especial de la capital la llegada del padre, quien lo deja allí por meses, tras prácticamente renegar de sí por su condición de invidente y la vergüenza, el dolor que ello le causa a su campesina dignidad maltrecha a causa de los prejuicios y los díctums “morales” sentados a través de generaciones. Una vez más en el cine iraní la figura del padre entrevista desde atalayas donde se interponen el temor, el respeto, la distancia, la incomprensión, motivo recurrente en esta pantalla. El progenitor viene a erigirse aquí como la figura argumental idónea a efectos de representar el viejo orden, su cerrero rechazo a cuanto no entra dentro de los moldes preestablecidos.

El muchacho forma parte de las semas que apuntan hacia la atestiguación de la diferencia, ese Otro cuya vindicación viene emergiendo en tanto cine de todos lados. La confrontación queda más que demarcada, potenciada, justo a partir de la fractura que en el terreno de las ideas le supone a este hombre sinonimia de un status quo exclusivista aceptar la idea de la existencia del chiquillo, cuya imagen traduce en pantalla el voto por el inclusivismo que es esta parábola fílmica toda.

Razieh, la niña personaje central de El globo blanco, hace caso omiso de las prohibiciones de la madre; con su carácter fuerte, resuelto, cuestionador está diciendo a las claras que ni entiende ni comparte sus temores, engendrados no más nacer en un sistema patriarcal que todavía la sigue identificando únicamente con el rol hogareño, reproductor: de burka adentro todo, sin ningún asomo de desvelación, exteriorización de cualquier género. Esta niña, tenaz, arrojada es una sutil representación de la nueva mujer que en algún momento terminará por, si no imponerse ojalá aceptarse, en la sociedad islámica de esa nación, lo cual sería un grandísimo paso allí.

En ¿Dónde está la casa de mi amigo?, la cinta de Kiarostami que abrió su famosa Trilogía de Koker, un niño busca afanosamente la casa de su compañero de aula para darle el libro escolar que se llevó por equivocación, desoye a su madre y va al pueblo del chiquillo, tránsito de Koker a Pohsteh, sitio donde vuelve a la mañana siguiente una vez más tras resultar infructuosa la búsqueda de la víspera.

La convicción en conseguir su deseo -a tono con sus principios, no por el hecho caprichoso de sucumbir ante sí-, la certeza de que sí resulta posible lo que a los mayores pudiera parecerle soberana locura, tamaña audacia o injustificado trabajo, trazan el cuadro taxonómico del muchacho: por inteligible extensión prototipo de un retoño esquivo a respaldar la convención, generoso por naturaleza hacia la irrupción de nuevas formas de apreciar fenómenos y esencias. De caminos a casa y equivocaciones también versa la reflexiva, contestataria, ríspida, impactante La manzana (Samira Makhmalbaj, 1998), mirada nada tímida al tratamiento de los adultos para con los infantes, a las rígidas normativas de la organización familiar, como igual son otras piezas de la década.

Antes de la corriente iraní, no existió en la historia del séptimo arte una tendencia tan marcada dentro de ninguna cinematografía en trabajar de forma sistemática con niños en tanto leit-motiv de los planteos dramáticos de los filmes, como tampoco en visionar el presente y barruntar el futuro desde los prismas de estas criaturas.

Ellos, los pequeños personajes estelares de semejantes filmes, establecen un puente comunicacional con el narratario, no solo con el objetivo de trasladarle sus cuitas o anhelos, sino a fin de dialogar en torno al ser humano, a nuestra especie, con el propósito de hablarles sobre características vitales que nos podrían hacer permanecer en tanto raza superviviente de cara al futuro. Y varias de ellas, explícitamente aupadas en tal cuerpo fílmico, serían las que con tanto fervor defienden sus imágenes: la ternura, el amor, la comprensión cual trinidad curativa contra desdenes, dogmas, desclasificaciones o arrebatos de lesa estulticia. Retrógradas posturas que no deberían seguir viendo ni los ojos de estos niños, ni los de nadie en parte alguna, por nunca jamás.

(Texto publicado originalmente en la revista El Caimán Barbudo. Fragmentos)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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