Los niños en el cine iraní (II Parte)

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Una cosa sí me queda clara ahora. Por arriba de determinadas concesiones y estrategias for export de aquella producción; olvidándome de películas lastradas por complementos redundantes, subrayados innecesarios, morosidad groenlándica, poesía de cajón, búsquedas a ultranza de un esteticismo impostado e inesperadas ralentizaciones, que las hubo, sea justo decirlo; o más allá de cualquier indefinida dubitación supratextual en torno al boom del Nuevo Cine Iraní o Cinema Motefäve -ese que dio comienzo para 1985 mediante El corredor, de Amir Naderi, y se extendió por más de quince años para tener como puntos de máxima iridiscencia Palmas de Oro en Cannes (El sabor de las cerezas, Abbas Kiarostami, 1997) y Leones de Oro en Venecia (El círculo, Jafar Panahi, 2001) sin soslayar los centenares de premios de peso o medianos en el contexto artefestivalero mundial: representará obra ineficaz por lo reductiva e ingrata por la constatación de su incompletitud apartarse de la ejecutoria fílmica de la nación del Medio Oriente a la hora de pergeñar el mínimo amago de historia del cine mundial contemporáneo en lo adelante.

Imposible hacerlo con una pantalla paradigmática en el sentido de construir desde la austeridad, a reserva total de los efectos del discurso hegemónico de la superproducción, el ABC de laboratorio del guión comercial, en fin del avasallamiento del Modelo de Representación Institucional en boga. No habría razón para no concordar pues con el criterio de Alberto Elena, en su libro Los cines periféricos al sostener que “(…) el cine iraní se revela verdaderamente apasionante y merece ser tenido en cuenta por cuantos se interesen de una forma u otra por las condiciones de posibilidad de un auténtico cine nacional en la era de Titanic”.

Compusieron allí melodías cinematográficas de timbres y tonos inmarcesibles que legaron para la posteridad historias e imágenes feraces en su fecundidad cinemática, las cuales bendijeron la pregnancia de las segundas sin que la cualidad cuasi mínima de la anécdota argumental menguase el rotundo alcance poético, semántico, ideológico de las primeras. Y, de cierto, tales opus tuvieron en no pocos casos una fecunda palanca de apoyo para mover sus tramas: personajes infantiles abocados a peripecias dramáticas signadas en base común por la búsqueda, la añoranza, el anhelo…

No existe resquicio para perder en la desmemoria cinematográfica a estos infantes que procuran, casi siempre, algo: ya sea el hogar de Nemadzaré por Ahmad, el compañerito de clases, para devolverle el cuaderno escolar que confundieron (¿Dónde está la casa de mi amigo?, Abbas Kiarostami, 1987); el pececito de colores de Razieh (El globo blanco, Jafar Panahi, 1995); la senda de vuelta a su domicilio de Mina (El espejo, Panahi, 1997)o el afecto negado a Mohammad por el padre (El color del paraíso, Majid Majidi, 1999)… Héroes imperdibles que a partir de la, en ese sentido primigenia y antes mencionada El corredor hasta Buda explotó por vergüenza (Hana Makhmalbaj, 2007), pasando por disímiles títulos, se recortan sobre un entorno social donde deben interaccionar (enfrentarlo sería un término más justo) a menudo desde las condiciones menos favorables.

(Continuará…)

(Texto publicado originalmente en la revista El Caimán Barbudo)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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