Los niños en el cine iraní (I Parte)

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A despecho de la famosa reconvención de Hitchcock sobre la virtual
imposibilidad del cine hecho con niños, tal como en su día puntualmente la
ignorasen Chaplin, Truffaut, Klímov, Erice, Armendáriz, Tornatore, Yimou,
Salles, Benigni, Cremata y tantos otros, el cine iraní de los tres lustros que
corrieron de 1985 a 2000, no en masa pero sí en buen parte de su corpus, se
valió de ellos para componer relatos fílmicos perdurables al paso del tiempo.
Uno repasa estas películas, años después de todo -o casi, porque continúan
haciéndolas; si bien en niveles bastante menos ostensibles-, cuando el aceite
emotivo de los apuntes a pie de filme ya tomó su lugar en la caja del sistema
apreciativo, cuando la moderación que otorga la perspectiva permite canalizar
la razón de forma más orgánica, para en tanto espectador corroborar la a la
larga sospechada pero no por ello menos grata realidad de que entonces -a
desemejanza incluso de lo creído tras algún encuentro cercano de fase
indeterminada con la conciencia- no cayó gratuitamente presa de aquella
buena leche acunadora de las olas de una marea crítica harto proclive a
espumarajos ditirámbicos a la pantalla persa.

Por tanto, no me arrepiento ahora de aquellas mis reseñas de los años mozos
sobre Kiarostami y el resto de la tropa; claro, si echo a un lado algún exceso de
candor ocasional.
Es cierto que hubo o pudo haber de todo en esta comunión espiritual entre
buena parte de los críticos del planeta y la filmografía nacional, en lo básico
durante un largo segmento de la década de los noventas, de manera que
cualquier razonamiento posterior no se libraría de las muletillas al uso para
aclarar la cuestión: que si el exotismo se premiaba en festivales interesados en
demostrar por alguna vía a Hollywood -en tiempos donde política e
intelligentzia estaban asegurando que el modelo de pensamiento vencedor de
la Guerra Fría era superior a cualquier antagonismo ideológico posible- la
existencia de válidas contrarrespuestas alternativas de narración fílmica a nivel
mundial y hasta en las mismísimas cinematografías emergentes; que si por
caso del todo contrario el oro negro de los mecanismos imperiales se movía
entre las sombras para “empinar” en círculos selectos de exhibición del séptimo
arte (esto es Cannes, Venecia, Berlín, San Sebastián y otros festivales clase A)
a nombres y obras de una pantalla que al menos en presunción se oponía al
credo político de un Teherán tan huraño como nada sensible a las tablas de la
ley santificadas por Occidente; que si el fenómeno Kiarostami encandilaba las
pupilas más difíciles de prendar, a la caza siempre del enfant terrible de turno,
de preferencia proveniente de oscuros rincones del planeta (“el cine terminó
con él”, sostuvo un venerado maestro, aunque raudo se desdijo); que si
aquello, lo otro, tal o más cual cosa.
(Continuará…)
(Texto publicado originalmente en la revista El Caimán Barbudo)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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