Los hijos de Kunta Kinte lloran en los siglos

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Desde que los primeros esclavos africanos desembarcaran por Virginia en 1621, comenzó la larga odisea de pesar del negro en los Estados Unidos. Al comienzo de la Guerra de Secesión, en 1861, ya habían 4 millones de ellos allí, traídos a la fuerza de tierras lejanas para impulsar la producción capitalista.

Como Kunta Kinte, el héroe arrancado de su natal Gambia a los 17 años y sometido a la prisión de un grupo de comerciantes esclavistas que lo condujo a Norteamérica -en cuya vida se inspiraran la novela y la teleserie Raíces-, la mayoría de sus semejantes conocieron la mar de vejámenes; o bien primero en las Trece Colonias, o bien después ya en plena Unión Americana.

La ira de los explotados reventó en varias sublevaciones, como las de Nat Turner, en 1831, o la de John Brown, en 1859, pero siempre fueron abortadas por la superioridad militar del adversario blanco.

A unas pocas horas de ser llevado a la horca, Brown expresó: “Estoy ahora completamente convencido de que solamente la sangre puede lavar el gran crimen de este país culpable”, aludiendo a tantos hermanos muertos por los anglosajones.

Muy pocos defensores entre las filas de los blancos tuvieron los esclavos. Quizá, el más constante y consecuente, el presidente Abraham Lincoln, quien los liberó en 1863.

La elección de un mandatario de intenciones antiesclavistas como él, en 1860, determinó que los contraabolicionistas de los estados sureños, que se amparaban en la mano de obra negra para acrecentar su producción, decidieran separarse de la Unión. Lo cual dio por resultado el inicio de la contienda entre el norte capitalista y el sur esclavista, un año después.

Pero en realidad, los sentimientos del decimosexto presidente de los Estados Unidos no despertaban muchas simpatías, ni siquiera entre varios de sus propios partidarios. Ricos capitalistas, supuestamente de su bando, comenzaron a hacer labor de zapa -y de paso, reventar sus bolsillos de dólares-, vendiéndole armas por contrabando a los militares del Sur.

 

ABANDONADOS BAJO EL PANTANO DEL EBENEZAR

Los negros de los estados meridionales que lograban fugarse para unirse a los soldados de la Unión encontraban dos recibimientos, a cual más desesperanzador: en unos casos los jefes los conminaban a retornar a sus sitios de origen, y en otros los obligaban a trabajar de sol a sol con picos y palas.

Algunos eran confinados en unos desoladores campamentos para refugiados -en la práctica campos de concentración-, donde morían de hambre y enfermedades.

Dolorosa es la evocación de la estratagema que usó el general William T. Sherman para deshacerse de esclavos que huyeron de sus amos con el fin de seguirlo. Cerca del sitio donde éstos se unieron a su ejército se encontraba el Ebenezar Causeway, un puente sobre un inmenso pantano, al oeste de Savannah.

Sherman mandó a destruirlo después que sus tropas lo atravesaron. Los negros, a la retaguardia, no tuvieron más camino que hundirse en la ciénaga o ser vueltos a capturar por los capataces de las haciendas donde trabajaban.

Sin embargo, a la larga, ante la ineptitud de los militares norteños para enfrentar a sus oponentes separatistas -Washington estuvo a punto de ser tomada en par de ocasiones-, no les quedó más remedio que aprobar el ingreso a su ejército de 186 mil negros un año después de iniciada la conflagración. Más de 200 mil de la misma raza fueron destacados en la construcción de fortificaciones.

 

UN ODIO ANCESTRAL

Durante la guerra se sucedieron disímiles pasajes de dolor para los hombres de color. En 1864, luego que los confederados tomaran el fuerte Pillow, encontraron a una guarnición conformada por igual número de blancos y negros. Mataron blancos a discreción; en cambio eliminaron a todos los negros, incluidos decenas de niños y mujeres.

Desde el propio norte presuntamente abolicionista se incentivaba el odio racial: el Age, hoja enemiga de la guerra y de Lincoln, propalaba que la contienda surgió para calorizar “los ideales de ébanos” de algunos norteños.

En 1863, al ser reclutados para el ejército, los estibadores blancos neoyorkinos arremetieron contra los negros, al creer amenazados sus puestos de labor por esquiroles de esa raza.

Otros trabajadores de la parte septentrional del país también atacaron a personas de igual color de piel al ser abolida la esclavitud, porque pensaron que su libertad les pondría en peligro nivel de salario e incluso empleos. En el Sur el maltrato era cosa común y diaria.

Al concluir la guerra civil, los negros solo ganaron simbólicamente. En realidad, cayeron en las fauces de politicastros y aventureros, que los manejaron a su antojo en la trayectoria de su ambición. El poder que momentáneamente tuvieron les fue despojado por pillos de la más baja estofa que los utilizaron a conveniencia.

Otros, sin lugar donde ir y con sus familias perdidas, volvieron a sus antiguas plantaciones, a laborar con sus mismos amos, ahora por un mísero jornal.

 

EL KLAN COMIENZA A MATAR

Sin embargo, los racistas no podían permitir siquiera que los que tuvieran esa pigmentación en la piel poseyeran un mínimo de dignidad. Surgió, entonces, en tales circunstancias, el tristemente célebre Ku Klux Klan, organización que llegó a convertirse en un peligroso grupo de asesinos.

Incontables son los crímenes cometidos por el Klan en más de un siglo. Por solo citar uno de los de mayor incidencia mediática, recordemos el asesinato que ordenara en 1964 el predicador Edgar Ray Killen contra el jovencito negro James Chaney, en compañía de dos amigos judíos de Nueva York.

Tras ser apaleados y baleados, los cadáveres de aquellos tres activistas por los derechos civiles fueron lanzados a una represa, donde el FBI los encontró mes y medio más tarde. Killen fue absuelto por ese delito en un tribunal en 1967, en tanto el jurado se negó a castigar a un evangelista. También resultaron libres de culpas otros 17 implicados.

Hace unos pocos meses a este líder del Klan -cuya fechoría Alan Parker trasuntara al cine en el filme Arde Mississippi-, ya octogenario, otro tribunal lo declaró culpable.

 

LOS MÁS DESFAVORECIDOS DEL SISTEMA

Casi nunca pasa nada con los criminales; policías como los que golpearon con saña a Rodney King y otros afroamericanos siguen propinándoles bastonazos y disparándoles sin preguntar en las calles de las ciudades estadounidenses.

Como señalara el activo luchador por los derechos de los negros en ese país, Mumia Abu Jamal en entrevista concedida al diario Juventud Rebelde el 10 de febrero de 2002, el 50 por ciento de los reos de las cárceles norteamericanas son negros o hispanos. La mayor franja de pobreza en la nación también la comparten ambas minorías.

Son los olvidados del sistema, los preteridos de una administración que, como publicara Jesse Jackson este año en su artículo Tiemblo por mi país, reproducido en El Periódico de Cataluña, “es la antítesis de todo lo que simbolizaba Martín Luther King”. El famoso sueño del líder negro no ha podido concretarse hasta ahora.

Tampoco los hermosos ideales de Malcolm X y otros grandes luchadores negros de la nación del norte. Lo decía Jackson en su artículo: “Bush es el presidente más antiderechos civiles, antisindical, antipobres y antinegros en 75 años”.

En su carta abierta del 2 de septiembre pasado, Michael Moore le espetó con su proverbial ironía al inquilino principal de la Casa Blanca -a quien consideró causante fundamental del desastre humanitario acaecido en Nueva Orleáns- “Vamos, ¡son negros! Quiero decir, no es como si hubiera pasado en Kennebunkport. ¿Se puede imaginar dejar gente blanca viviendo arriba del techo por cinco días? ¡No me haga reír! La cuestión racial no tiene nada -nada- que ver con esto”.

La cuestión racial, bien lo sabe el creador de Bolos para Columbine, tiene que ver con todo. Está en la nervadura del sistema. Los fundamentalistas religiosos anglosajones, la cúpula WASP, dueños del verdadero poder, odian a los negros.

Detestan que las estrellas negras de rap y hip hop sean los ídolos de sus hijos rubios, que sus nenas blanquísimas imiten las contorsiones de cadera de la morena Beyonce, o quizá algunas compartan la secreta fruición de aquella dama de la película Mandingo, que mantuvo relaciones sexuales con un esclavo descomunal.

Odian y temen a los nigers, como les llaman despectivamente.

Pese a todas las reivindicaciones conseguidas y el largo camino de luchas por sus derechos sostenidos por los hombres y mujeres de color, no se puede borrar de un plumazo la historia de cuatro siglos de humillaciones, abusos y desventajas sociales, continuada hoy a través de distintas expresiones. Lo sucedido antes, durante y después del paso de Katrina constituye tan solo otra muestra.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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