Los desastres de la guerra y de una película

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No en balde hacia 1930 Abel Gance mostraba su visión de El fin del mundo en las pantallas, en medio de la Gran Depresión que asolaba a Norteamérica con ramajazos para el resto del planeta; ni Stanley Kramer tomaba de pretexto la devastación atómica para representar la Guerra Fría en La hora final, de 1959; ni Lars von Triers estrenaba Melancolía en 2011, con Europa en las calles, millones de personas sin asideros de ningún tipo y un miedo colectivo cerval al mañana configurado en la conciencia mundial. Cada uno de ellos, tiempos dantescos en la historia de la humanidad. Crisis equivale a Apocalipsis en Cine.

En una época general de crisis económico-financieras, humanas, morales, éticas; de caos, confusión e incertidumbre campal como la atravesada ahora emergen, nuevamente, exponentes de la literatura, el cine y la televisión que hacen de lo apocalíptico el jardín de su sustrato dramático. Si tomamos en cuenta el período cruzado de Chernobil (1986, el año de Sacrificio, de Tarkovsky), a Fukushima, con especial destaque para lo facturado con posterioridad al 11 de Septiembre de 2001 por Shyamalan, Spielberg, Herzog, Gareth Edward, John Hillcoat et al, a la fecha resulta ya bien cuantioso el número de películas, amén de obras literarias y teleficciones alrededor del asunto. La más reciente de estas últimas es emitida ahora mismo en los Estados Unidos: Revolution, del venido a menos J.J. Abrams, cuyo piloto y segundo capítulo decepcionaron a este redactor, por cierto. En celuloide, luego de La carretera (según la novela homónima de Cormac McCarthy), nada supera a ese ejemplo de magnetismo cinemático nombrado Take Shelter (Jeff Nichols, 2011), de destacable orfebrería visual y consecución de atmósferas, entre otras bazas.

La carretera (The Road), filme del australiano John Hillcoat según la novela homónima, Premio Pulitzer, discursa sobre un posible escenario futuro de desolación fruto de la hecatombe, donde un hombre y su hijo deambulan sobre los vestigios inhóspitos de ruinas postcataclísmicas. Regia parábola —precisa, cortante, desgarradora y con un Viggo Mortenssen en absoluto estado de gracia interpretativa y una tan elocuente como certeramente fiel al espíritu del argumento fotografía de Javier Aguirresarobe— en torno al precio de la ambición humana y la capacidad —nunca más salvadora: se demuestra a lo largo del filme y especialmente al epílogo—, de amar incluso detrás del día después del (ese) mañana, la obra es, ante todo un notable drama sobre la naturaleza humana, por arriba de su filiación genérica a esta o aquella franja del fantastique (unos u otros la anexan a la ciencia-ficción, al catastrofismo o incluso al terror: al final por la interpenetración de sus componentes deviene un summun convergente a la médula de géneros hoy día vistos con raseros más flexibles a la hora de asimilar sus heterogeneidades dada la difuminación de sus límites).

De algún modo remiten a La carretera los personajes de Los desastres de la guerra (Tomás Piard, 2012), quienes también caminan en marcha road movie sobre los rescoldos del “después de todo” en busca, aun, de un algo posible: en este caso el mar en tanto sinonimia de esperanza. ¿De qué? Acaso de la reinvención, te invita a creer el relato. De cualquier modo, no hay problemas con eso, pues de allí salimos, durante la era de los coacervados, y hacia el mismo universo líquido se dirigen estas figuras, masculinas todas, salvo en el minuto final. ¿Símbolo de que el darwinismo operará también al final de los tiempos, en lo tocante al equilibrio de los sexos? Bueno, en este escenario de caníbales que luchan como en los filmes hongkoneanos de John Woo puede entenderse…

El tema apocalíptico le va a Piard. El realizador cubano ha sostenido en reciente entrevista lo siguiente: “En 1966, fecha muy lejana, cuando hice mi primer filme, Crónica del  día agonizante, con los amigos de la secundaria básica, la cinta tuvo como argumento el destino de cuatro personajes durante el último día de la vida en este planeta. Esto sucedió mientras se hablaba que iban  a fabricar bombas de neutrones. En 1979, un poco más acá, filmé La  espiral, relacionada con otra guerra final y el destino de los  sobrevivientes. En 1997, en España, cuando no tuve trabajo aquí, rodé Dies Irae, otra versión apocalíptica del fin del mundo inspirada en la explosión de Chernobil. En el 2001 rodé una coproducción entre  Galicia, Suiza y Cuba, Finis Terrae, inspirada en el filme soviético Cartas de un hombre muerto, de Lupochavski, que solo se proyectó un día en la Sala Varona de la Universidad. La noche del juicio fue la primera parte de un díptico, en este caso el posible fin de la vida a  consecuencia del cambio climático. Y ahora, en el 2012, la segunda parte, Los desastres de la guerra, es la reafirmación de la vida después de la muerte producida por una guerra global atómica”.

Este comentarista nunca ha sido admirador del cine del realizador, a quien considera como una suerte de Ed Wood intelectual de la pantalla cubana. De todos modos, ojalá existiesen muchos como él, con tamaña voluntad, osadía y posibilidades de filmar. No solo para servir como elementos pintoresquistas de una pantalla, sino porque toda filmografía los necesita. Eso ha sido probado infinidad de veces en la historia del cine.

En torno al anterior filme del creador, El viajero inmóvil (2008), el firmante escribió: (…) “podrá desbarrarse hasta el cansancio o despotricarse sin conmiseración -por presumirlas arcaicas, fósiles o supuestamente inútiles a efectos de estorbar las mutaciones parciales o totales de algunos lenguajes artísticos- de las genuinas cuanto conservables raíces aristotélicas de cualquier tipo de narración, podrán incluso sus ejecutores darles cuantas vueltas estimen pertinentes a sus obras pero las historias, tramas, relatos parten de un evento expresado en un conflicto o núcleo y resuelto (o no, pero al menos desarrollado) en un desenlace o solución dramática. Inventar por mero ejercicio de experimentación, soliviantar las estructuras dramáticas sin una base discursiva revestida de un mínimo de solidez quizá sea visto por perspectivas diz que “progres” como algo bien alante, osado, transgresor. De manera personal, sin embargo, aprecio estos huracanes de nada como una involución de los términos narratoriales del séptimo arte. Es lo que siento -no debo/quiero engañarme/los- al visionar la película cubana El viajero inmóvil, la cual me parece la bajada de línea “artística” más sabrosa de una temporada donde el filme conoció -oh, ignorancia apreciativa supina la mía- de loores de diverso signo, lauros críticos incluidos. Alcancé a comprender sentido, incluso defendí en su momento, exponentes nacionales “dificilitos” de los últimos tiempos mas esto ya es mucho. Su visionaje deja a uno tan perplejo como el personaje de la nonagenaria Natividad, de Suite Habana, quedara ante aquellas banderitas incesantes del televisor que le puso a un metro de la cara el polisémico Fernando Pérez en su elegíaca melodía fílmica. Hubo momentos en le cogí tanto miedo a El viajero… como Charlot al burro que lo perseguía por la carpa de El circo.

Con Los desastres de la guerra el miedo se transformó en pavor absoluto. Piard todos los días y noches ve las noticias sobre lo que está sucediendo en el mundo; y, precisamente, no son noticias alentadoras. Realmente, él siente que si las cosas siguen por donde van, no quedan muchas opciones de continuidad. El egoísmo humano está totalmente desbordado. Lo ha señalado literalmente, como igual dejó claro que mediante su filme quiere decir: “Estén alertas. No sigan por donde van; pero si siguen insistiendo en  destruir este milagro, a pesar de todo, tiene que haber una esperanza”.

Casi todos vemos esas noticias y portamos las aprensiones del artista, si bien casi ninguno tenemos la oportunidad de hablar, fílmicamente, sobre ello.

Tomás lo ha hecho. Se le agradece su intención, tan loable en la letra, espíritu e idea del autor, como maltratada en su puesta en pantalla.

Vuelve a incurrir aquí, otra vez, el cine nacional (y esta vez con mayor fuerza que nunca) en la dicotomía frontal de supeditar conceptos temáticos de plausibles intenciones a registros dramáticos que caricaturizan, sin quererlo, cuanto se anheló plantear desde una mirada seria y consecuente con la gravedad del fenómeno aludido. Ya desde la infernalmente mal hecha Sumbe (Eduardo Moya, 2010) a acá son varias las piezas cinematográficas nacionales reafirmantes de la paradoja verificable entre la nobleza de los propósitos argumentales manejados y la incapacidad de defender tales postulados dentro de la latitud de una argamasa dramática sustantivada en la solidez del guión, la puesta en escena o las soluciones manejadas por los creadores.

Los desastres de la guerra es un rancio patchwork cuyas señas iconográficas remiten a millones de cosas, pero nunca tan pedestremente filmadas. Declamatoria, recitativa, luctuosamente solemne, cansina, habitada por personajes inexistentes (son una masa amorfa), plúmbea, farragosa, verbosa, esta metáfora sobre el poder devastador de las conflagraciones provoca una estampida semejante a cualquier agresión bélica real.

El contenedor fílmico para la obsesión temática del realizador párrafos arriba aludida en sus propias palabras incluye diálogos “memorables”, por la manera de tensar un arco cuyos extremos de sus cuerdas se confunden entre la puerilidad y una rigidez monasterial.

Piard no le saca partido a un tema apasionante en este relato pletórico de carencias narrativas, deficientes actuaciones (el guion mata al pobre Renny Arozarena, quien, cual esforzado Atlas, se echa en sus espaldas el peso de unos parlamentos increíblemente afectados y de modo no menos increíble los logra levantar) y -algo de lo cual no debe culparse al director- limitados recursos, que lo hacen asemejar un corto cartón piedra de Flash Gordon con tonalidades naranjo/rojizas que van de los Vampiros a los Fantasmas de Marte, de Carpenter y vestuario denzelwashingtoniano corte El libro de Eli, aunque más raído.

Más que una película, cuanto vemos en pantalla evoca a notas al pie de página de determinado documento ensayístico; o quizá incluso una suerte de informe ficcionado, a lo docudrama, para presentar en comisión de la ONU en contra del armamentismo, la guerra.

Deliraría el autor si le pidiera a Piard que remedara a La guerra de los mundos de Spielberg; o The Happening, de Shyamalan. El suyo es, claro está, un filme desligado de normas industriales, facturado en un país pobre cuyo cine intenta atravesar otros derroteros ideoestéticos lejanos a los hollywoodenses. Lo que lamentablemente sucede es que en el fondo está diciendo más o menos lo mismo, quizá de forma mucho más subrayada, pero con una forma de narrar tan anodina e insípida que jamás podrá suponer un contravalor a sopesar en el camino a derrotar el discurso hegemónico.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

Un Comentario en “Los desastres de la guerra y de una película

  • el 21 junio, 2017 a las 11:19 am
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    Y lo más increíble es que este señor ya tiene en su haber bastante metraje, diríamos que echado a perder. Pero bueno, el que puede, puede… Y él puede. También noto que es bastante kitsch este señor, aunque sus películas visualmente, en la dirección de arte no están tan mal. Y le gusta mucho la desnudadera, en la variante homoerótica.

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