Loa a los soldaditos del viejo imperio

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Al cierre de Zona hostil (Adolfo Martínez Pérez, 2017) cuelgan el consabido cartelito —innecesario aquí, dado lo obvio del respaldo— de agradecimiento al Ejército del Reino de España y al ministerio de Defensa por su colaboración en esta película bélica a la gloria de los soldaditos del viejo imperio al apoyo del nuevo y hoy único imperio real en su invasión genocida a Afganistán.

Por cierto, y nota nada al canto, la Revista de la Defensa No. 336 (de España) le dedica un elogioso artículo al filme, como lo hace igual buena parte de los medios locales. Y no es para menos. Se trata de un artefacto ideológico de intenciones muy concretas, las cuales deben bien ponderarse por el sistema corporativo mediático, sea castrense o civil. En tanto miembro de la Organización del Atlántico Norte, España envió tropas a Afganistán, donde —nos explica el filme ahora estrenado— un centenar de sus hombres murió allí entre 2002 y 2015. Aunque la cifra resulta ínfima en comparación con las bolsas de cadáveres anuales transportadas a los Estados Unidos, el cine español debe cumplir la función ideológica de respaldo moral a sus tropas; de modo que se veía venir una película de este tipo, no importa la muy escasa tradición audiovisual nacional en este costosísimo género, si nos olvidamos de Guerreros (Daniel Calparsoro, 2002); 1898, los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016 ) o la infame serie de Telecinco, Los nuestros (2015), en cuyo visionaje todos estábamos más pendientes de cuándo Hugo Silva iba a “follarse” a Blanca Suárez que de cualquier tiroteo.

Zona hostil, otra más “basada en hechos reales”, recrea un pasaje acaecido en 2012, cuando miembros de la Legión Española quedan atrapados en el desierto tras una explosión, y luego el helicóptero ibérico en búsqueda de dos soldados estadounidenses heridos, a quienes los peninsulares ayudaban, se vuelca entre las dunas tras un aterrizaje fallido. Se adopta, entonces, la decisión de traerlo de vuelta a los hangares españoles en territorio ocupado, da igual que estuviera medio desbaratado. El helicóptero también retornará con los hombres; nadie podrá dudar así del coraje de la cúpula criolla castrense en la tierra donde pusieron en una pica la cabeza de Najibullah. El cómo es tomada tal decisión (la de rescatar el bólido) resulta uno de los primeros desaguisados que embarazan el metraje de cabo a rabo: Ledesma, un simple piloto —asumido por el insufrible Antonio Garrido, quien da, apurado, para series juveniles como Los protegidos, pero no para cosas más “serias”— convence al alto mando ibérico de la importancia crucial del regreso del helicóptero dañado, porque los talibanes iban a usarlo “para tirarse una foto”. O sea, como propaganda. Tal solución táctica de trasfondo político se le ocurre a él; no a los entrenados primeros oficiales de la Madre Patria en territorio invadido. Los coroneles de la curia militar se miran entre sí —¡qué astuto es este tío, joder!, indican esas pupilas dilatadas de satisfacción patriótica—, y mandan a traer de vuelta al artefacto volcado. Eso entraña que los soldados deban permanecer durante 16 horas, noche incluida, en el desierto, a la espera del ineludible combate contra los malos talibanes, quienes irán hacia ellos (y el helicóptero roto) con toda su furia montañesa. Entre los soldados españoles que participan en la refriega hay uno quien desprecia al afgano que funge de intérprete, al cual considera un traidor. La catarsis del nativo con el invasor, para que este se le quite el enojo, es de antología: “¿Pero tú quién te crees que eres, eh? (…) Los talibanes me mataron a toda mi familia por llevarnos a mí y a mis hermanas a Barcelona. Yo sí que tengo razón para estar aquí, más que tú”.

Ese mismo personaje español que mira de reojo al asiático, incluso luego de tal confesión, por el contrario, sufre un ataque sentimental con el hijo del generalote que combate junto a él. He aquí el parlamento nocturno, sin alcohol mediante pero sí con melosos aires melódicos de fondo: “Su padre era un jefe cojonudo. El mejor hombre con el que he servido. Tenía huevos para mandar, para repartir, para beber cuando había que beber y para llorar si hacía falta”. Espeluznante. Y así de llenas de frases similares está superpoblado este guion de Andrés M. Koppel y Luis Arranz que miró demasiado de frente al peor melodrama bélico estadounidense (el inicio con la capitana médico interpretada por Ariadna Gil que no puede revitalizar al niño afgano —esto es, los atacantes dolidos por no salvar a quienes atacan—, es mercancía emocional muy barata), aunque no tuvo el mínimo tiempo para otear el panorama un poco al este, hacia lo del género producido en otras cinematografías europeas y asiáticas.

A Zona hostil la salva de la quema la eficaz concepción coreográfica del hecho bélico, el diseño de producción y la acuciosidad técnica mediante la cual sus gestores afrontaron el desarrollo de escenas que demandan rigurosidad en ese sentido. A tales fortalezas, sin dudas, ayuda el hecho de que el debutante en el largometraje Martínez Pérez acumule extensa historia hollywoodense de dibujante de story boards, director asistente y de departamentos artísticos para blockbusters. Pero es poco, demasiado poco para siquiera paliar las manifiestas carencias narrativas y la laxitud de un relato solo proclive a localizar la emoción mediante el golpe bajo y las frases de cartón, rimbombantes y de “vamos acabar con los malos”; de un filme muy complaciente con el poder, incapaz de tomar postura en contra de la guerra e ideológicamente monocorde, donde no hay ni átomos de las razones del otro.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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