Lloré tarde a Fidel

Compartir en

Tiempo de lectura aprox: 1 minutos, 33 segundos

                                A Kenia, porque mis lágrimas por Fidel
                                   también son tuyas. Porque si alguien
                                            me enseñó a amarlo, fuiste tú.

Lloré tarde a Fidel. Así me sucedió cuando murió mi hermana Kenia: no fue hasta ese instante del cortejo fúnebre cuando pensé que no la vería más; no la escucharía más; no tendría más su ejemplo, su cuidado, su protección, la palabra precisa.

Así también me pasa con Fidel, tanto que no quiero llamar a mis padres: no quiero oírlos llorando, ni que me escuchen llorar.

Lloré tarde a Fidel. Una parte de mí se negaba a creerlo por más que lo confirmaran las imágenes en la TV, llamadas y mensajes de amigos, canciones en la radio, banderas y fotos colgadas en los balcones de mi barrio.

Esta mañana puse un girasol frente a su foto, le lancé un beso y al pensar que no podría físicamente recibirlo, ni mis brazos envolver su cuerpo, no pude contener las lágrimas.

Desde entonces no he parado de llorar. Todo me lo recuerda: cualquier imagen en la TV, cualquier llamada o mensaje de amigos, cualquier canción en la radio, cualquier bandera y foto colgada en los balcones de mi barrio.

Lloré tarde a Fidel como lloré tarde a mi hermana, y tal tardanza no quiere decir que les haya admirado o querido menos, sino todo lo contrario.

Pero me enajené del silencio de las calles, de las lágrimas de mis vecinos, de la tristeza de mi gente normalmente alegre; me enajené del dolor.

Por un instante me parecí insensible, me sentí impenetrable, me creí fuerte, capaz de aguantar.

Aquel día de julio cuando murió mi hermana Kenia llegué a sentirme así, culpable.

De esa misma forma me sentí, durante las primeras horas, con respecto a la muerte de Fidel.

Sin embargo, lloré de muchas maneras: en las redes sociales, escribiendo historias, haciendo fotos, compartiendo recuerdos. Lloré de muchas maneras, pero no lo noté, porque no había lágrimas.

Esa fue también la forma que encontré los primeros días, para llorar la muerte de mi hermana Kenia.

Precisamente ella me enseñó aquellos versos del Indio Naborí que memoricé para siempre, que declamé en público incontables veces, pero que Kenia decía como nadie.

Los mismos versos cuya última estrofa no sale estos días de mi cabeza: Te reclamo por las cosa que te pido / la prebenda de un sitio en la trinchera / y el privilegio de poder morir contigo.

Un día no habrá más lágrimas para Fidel, a no ser cuando llegue una fecha, cuando aparezca un recuerdo, cuando haya que hablar de él a alguien. Así me pasa con mi hermana Kenia.

Y por más que lo niegue y no lo demuestre, por más que haya llorado tarde a Fidel, así, como a mi hermana Kenia, por dentro, lo voy a llorar siempre.

Visitas: 57

Glenda Boza Ibarra

Periodista. Graduada en 2011 en la Universidad de Camagüey.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *