Leandro Soto, Akeké y la jutía o la vuelta a las raíces

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Para los historiadores del arte de mi generación Leandro Soto Ortiz (Cienfuegos, marzo de 1956-julio de 2022, California) es, cuanto menos, una suerte de mito cultural. En 2015 coincidimos en el jurado del Visuarte de la UNEAC y, en espera de un artista embotado por la presunción que suele ocasionar la nombradía, descubro ante mí a un ser capaz de comportarse con humildad y abierto para atender los disertos de sus colegas. Devino una sorpresa que aquella persona de baja estatura, con una vasta obra, domeñado por la timidez, con suficiente causticidad para enfrentar cualquier trance en contra de la emancipación, era la misma sobre la que había escuchado hablar en las clases de arte cubano, ahora narrando sin dramatismos los andares de una vida profusa como la suya, colmada de lances. Luego vinieron otros encuentros y el mito sureño se convirtió en un héroe, el modelo de un hacedor que reniega de los mercados para dedicarse a lo que ama. Su muerte inesperada, el domingo 3, de este mes, en los Estados Unidos, víctima del cáncer, tenía que adoptarse con reservas.

Desde las primeras emersiones, durante su periplo por la Escuela de Arte de Cienfuegos (1966-1970), más tarde en la Escuela Nacional de Arte (1972-1976) y, finalmente, en el Instituto Superior de Arte (1980-1982), Leandro  fue preciado como una de las grandes promesas del arte en la isla. Sin embargo, cuando regresa a Cienfuegos para cumplir el servicio social, su presencia no cautiva a aquellos funcionarios y cultores dopados por la rutina, defensores de las viejas fórmulas creativas, negados a aceptar la diversidad en los estilos de vida y la experimentación en los lenguajes visuales. Deambula por las salas de la Biblioteca Provincial, dedicando el tiempo a leer sus textos de cabecera, entre ellos el libro de fábulas cubanas Akeké y la jutía, de Miguel Barnet, hasta que repara en que debe dar el salto. El reconocimiento solo llega con mucha probidad y arrojo, paso a paso.

Instalación Coincidence (1979).

En 1977, haciendo dejadez del “fotorrealismo ingenuo” (como expresara su crítico de cabecera, Pedro de la Hoz) concibe un relato visual sobre el épico levantamiento del 5 de septiembre (Septiembre 5: escenario de una batalla, 1978). Mientras trabaja como instructor de arte en la Casa de la Cultura Benjamín Duarte, sorprende con una obra precursora de la acción plástica en Cuba: Avenida 0; igual, un precedente del performance, creada a partir de latas remachadas en la calle contigua al Hotel Jagua. Hacia 1979 el joven artista concibe su obra más memorable; si bien no la más lograda: el mural que yace en San Fernando y Prado (Avenida 54 y Prado, Librería Dionisio San Román), un espacio donde discurren muchos públicos, aunque confina la percepción integral de la obra, especialmente a causa de las columnatas del portalón. El texto urbano, colmado por los signos de René Portocarrero, acusa la experticia diseñística (lacerados por restauraciones inciertas). Entonces valida su talento luego de haber recibido una Mención de dibujo en el Salón Nacional Juvenil de Artes Plásticas (1980).

Campamento miliciano (1984) de Leandro Soto.

Contiguo, entre 1979 y 1982, nos seduce con la serie de “objetos-poemas” (colocación de los versos en los cotejos espaciales) y los llamados “trastos”, asociados a sus prístinas acciones, que le van acercando a una visión conciliada de nuestra cultura; digamos que la partogénesis de una vocación antropológica y folclorista que retomará con otros bríos en sus andares fuera de Cuba, post-1992. En 1979, justamente, conmueve en una muestra organizada por las direcciones provinciales de la literatura y las artes plásticas en complicidad con la Brigada Hermanos Saíz, en la que presenta la célebre instalación Coincidence, una suerte de ilustración del poema de Luis Rogelio Nogueras, otra de sus obras capitales, especialmente por su renovador ensamblaje, que anula las diferencias entre pintura y escultura, al tiempo que delata la aprehensión de un lenguaje conceptual y sensibilidad para el recurso de la metáfora y la poesía minimalista.

Diseño escenográfico de Leandro Soto para la obra El Danzón.

Mucho pudiéramos compartir en torno a la carrera poliédrica del amante de Akeké y la jutía, a modo de homenaje a su creación en la hora de la ausencia y para constatar su asidero entre los artistas imprescindibles del arte cienfueguero y nacional, como Juan David, Tomás Sánchez y Mateo Torriente. Soto es, probablemente, el primer artista sureño en participar en una Bienal de La Habana (1989); incursiona con éxito en el grabado, performance, la fotografía, instalación, ilustración, escultura, pintura, el diseño escenográfico, la pedagogía… Y fue, por sobre todo, uno de los creadores que más amó a su terruño natal. De facto, su obra es un volver sobre las raíces.

Leandro Soto durante una conferencia de prensa (15 de junio de 2010).
Leandro Soto en dos tiempos.

 

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Jorge Luis Urra Maqueira

Crítico de arte. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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