La Verja de los Pavos Reales

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Llama la atención que nadie reparara en ella para convertirla en símbolo de Cienfuegos. Como el aldabón con que los antiguos holguineros tocaban al portón de La Periquera, o La Giraldilla que le sirve de veleta a todos los vientos de San Cristóbal de La Habana.

La Verja de los Pavos Reales, así con mayúsculas, es tanto emblema de la ciudad como la roseta de la fundación, la luna llena que cantó José Ramón Muñiz, los atardeceres sobre la bahía o el concepto ideo-toponímico de Perla del Sur.

Empotrada en la pared norte del patio colonial del edificio que hospedó desde 1893 al Casino Español, la reja y su magnificencia atraen la mirada de cuanto dichoso terrícola visita el Museo Provincial de Cienfuegos.

Tal parece que ese será el emplazamiento de la obra de arte con que, allá por los años veinte de la centuria anterior, el isleño (canario) don Facundo Ramírez decoró el acceso a su villa familiar en la orilla occidental de la carretera rumbo a Caunao.

El metálico portón a la Villa Antonia, como Ramírez bautizara a la casa-quinta en honor a su joven esposa cubana, es uno de los botones de muestra del esplendor arquitectónico y constructivo que vivió la ciudad durante el primer tercio del siglo XX, y cuyas savias confluidas con otros cauces edilicios alimentaron en 2005 el reconocimiento mundial de la originariamente nombrada Fernandina de Jagua.

Eran los tiempos del furor del art noveau en latitudes más próximas a los cánones que acostumbran a dictar el curso de la cultura universal. Y cuentan sus descendientes, que mientras hojeaba una revista parisina, a don Facundo le chispeó la idea de la reja, que sin él imaginarlo lo inscribiría luego en los anales de la ciudad.

El por entonces acaudalado empresario encargó el trabajo a la fundición El Crisol, situada por la Calzada de Dolores, de cuya fragua salió el ornamento de hierro forjado, filigrana rematada por una pareja de pavos reales fundidos en bronce, que mirarían por siempre con ojos de acero el paso implacable del tiempo.

En cualquier museo del mundo dedicado a las artes decorativas pudiera encontrar espacio la obra surgida de las manos, hasta ahora anónimas, de forjadores y fundidores cienfuegueros. El patrimonio de la ciudad deberá agradecer a quienes recuperaron el bien cultural a principios de 1982, cuando andaban en los trajines de la creación del Museo Provincial. Porque la antigua residencia de los Ramírez había devenido en vivienda comunera, con todos los peligros que tal circunstancia entraña.

La inefable Mary Loly Benet, una de las protagonistas del rescate, recordaba hasta el nimio detalle del apellido del chofer del camión de mudadas en que transportaron la reja, el mismo de don Facundo.

A propósito de aquel emigrante llegado desde Las Palmas de Gran Canaria, habría que apuntar que también dejó para la posteridad la Casa Ramírez, edificio emblemático de la vecina Cumanayagua. A la vez que casa comercial, funcionaba como vivienda alternativa del matrimonio Ramírez-Cabezas y su prole.

Los isleños tenían, y aún tienen, fama de caprichosos. El de esta historia quiso que aquella construcción en el centro de la villa ceñida por el Hanabanilla y el Arimao, excelente atalaya con vistas al lomerío, resultara más alta que el campanario de la parroquia barrial, hasta entonces referencia vertical en el paisaje pueblerino.

Arruinado como muchos de su clase social en medio del crack económico que estalló en Wall Street un jueves negro de octubre de 1929, don Facundo falleció a los cincuenta y cuatro años de edad la noche del 12 de marzo de 1932 en la casona cumanayagüense. La ruina conllevó a la inmediata pérdida del patrimonio familiar.

Villa Antonia cambió varias veces de dueño, pero los pavos broncíneos perpetuaron su realeza avícola agarrados a la guirnalda ferrosa que desde hace casi un siglo les sirve de artístico corral. A la espera de que un patentador de símbolos pose en ellos una mirada redentora.

Foto: Niuris Maza Filgueiras

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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