La reinvención como desafío: el cabaret en Cienfuegos (I parte)

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Si bien queda mucho tiempo para deshacernos de ese morador indeseado y nocivo que es la Covid 19, no es insensato pensar desde ya, aquellas mutaciones que el nuevo orden psicosocial exige para la fase de reconstitución, esencialmente desde una anchura cultural y artística, toda vez que los públicos urgen del ocio o entretenimiento para indemnizar los mutabilidades somáticas y de tipo emocional devenidas del retraimiento y las tensiones provocadas por el riesgo.

A todas luces, el proceso nos ha hecho distintos y condiciona las realidades en favor de un modo inédito en el acto de gestar y consumir los reservorios del arte. En principio, se trata de hacer accesibles esas acciones que han estado sometidas por el valor de los dineros fuertes y de enjundiar los programas recreativos, que a la par de solazarnos nos permitan tener una conciencia de las identidades culturales.

El cabaret es acaso uno de esos espacios que permiten a los públicos la construcción de la comunidad, en la medida que consienten a los ciudadanos reunirse y consagrar parte de su existencia (depende de los peculios tenidos) en la búsqueda de la felicidad, que también es una política de Estado. En este acto gozoso, como en cualquier festejo popular, se erige, al decir de Roger Chartier, una estructura social y un sistema de cultura, que asimismo trasluce las hendiduras, tensiones y representaciones que atraviesa una sociedad. Igual, aquí confluyen dos dinámicas de fondo: la invención y expresión de las tradiciones y la proyección de la cultura dominante; dicho de otro modo, usted paga por servicios cuyos modelos son erigidos por los ministerios del Turismo y Cultura a través de sus especialistas (directores, escenógrafos, coreógrafos, músicos, productores, etc.).

Pareciera una verdad de Perogrullo, empero, ¿Por qué el desempeño del cabaret en regiones como Cienfuegos ha perdido el impacto que tuvo, incluso, en peores tiempos económicos? A todas luces, domina el criterio de que se trata de un género menor, de pocas exigencias, cuya función es ofrecer comida, bebida y áreas para bailar o escuchar música, como sucedía con los cafés-concert de inicios del siglo XX. La realización de los espectáculos apenas es foco de interés, con la excepción de las presentaciones de los “famosos”. Este criterio reduccionista es lastrado por la ausencia de impactos de toda naturaleza.

La primera limitación es que no existe una tipología capaz de marcar las pautas para la enunciación de los servicios. Nuestros cabarets combinan la tradición del Le Chat Noir con la del Moulin Rouge (es una broma, pero no tanto), en espacios chicos o medianos suelen tener bar y hasta restaurante, gran cantidad de mesas y sillas, que apenas permiten la asistencia de cantidades discretas de públicos y poder bailar mientras se escucha el show. Un tipo cerrado como el hotel Jagua (prácticamente desaparecido) ocasiona la incomodidad de la temperatura, mientras que los erigidos al aire libre sobreviven a expensas del clima.

En ocasiones no se tiene en cuenta la pertinencia de la oferta cultural que reclama cada proyecto, clonándose viejas y probadas fórmulas. ¿Es atinado consumar espectáculos de enormes dimensiones en escenarios pequeños? Son frecuentes las propuestas de coreografías complejas (y no) repletas de bailarines y figurantes, intérpretes musicales, incluso grupos y hasta artistas circenses o humoristas en plataformas tan reducidas que se amontonan unos y otros, invisibilizando cualquier posibilidad de sorpresa. Por seguir con el ejemplo del“Jagua” (Meliá Hotels International), es el caso de un escenario maltratado, donde apenas hay espacio para un DJ, que lamentablemente dejó perder proyectos innovadores que se habían gestado desde la década de los años 80, sobre los que hablaremos en próxima ocasión.

A propósito, otro de los estigmas es el diseño de las estructuras físicas de los escenarios, que carecen de personalidad o garbo identitario, como los del Costa Sur y el Tropisur (obsérvese hasta la pobreza y semejanza de los nombres), concebidos con una base resistente de metal, pero sin un diseño eficaz para el emplazamiento de los artistas. De hecho, a veces se divisan desde las mesas los bailarines ocultándose antes de salir a escena. Al no tener cuentas para escenografías y vestuarios, los conjuntos suelen resultar sombríos, y a duras penas ofrecen el estado de efusividad que ha venido a buscar ese cliente. En la mayoría de los casos los ropajes (sobre todo para el tipo de revista tradicional que defendía Wilfredo Figueredo) son resueltos por los propios directores de las compañías, y a veces, con la recaudación de sus integrantes. El propio Ernesto Sánchez Rojas, durante sus laboreos en el Cabaret Guanaroca del hotel Jagua, usaba los vestuarios desechados por compañías habaneras, a los que hacía sus arreglos.
No puede existir cabaret sin estos elementales apremios. Se urge del color y la escenografía, aunque fuere virtual, para contextualizar los cuadros dramáticos o al menos, luces que apoyen las atmósferas y proporcionen un ambiente místico y seductivo al espacio. El cabaret requiere de una infraestructura que no se puede lograr con una alcancía. El grueso de los proyectos apenas tienen unas pocas diablas o luces de relleno, más propias de una funeraria que de un espectáculo para contentar los deseos de los públicos. ¿No existe un presupuesto en las instituciones para sufragar tales gastos? ¿No son rentables estos servicios?(Continuará)

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Jorge Luis Urra Maqueira

Crítico de arte. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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